28 de enero de 2009

La extinción de nuestras libertades


El título, ciertamente, es en extremo tremendista. Nuestras libertades no se están extinguiendo, pero sin duda, están siendo minadas. Basta con darle un breve vistazo a las noticias nacionales para percatarse de como nuestros políticos, ven en nuestras libertades, una perversión que debe de ser extirpada: Si el acoso sexual es incorregible las minifaldas deben de suprimirse de los closets; si los accidentes automovilísticos son demasiados, se propone el que no se expendan cervezas frías.


Hace algunas semanas, en algún lugar no-tan-recóndito de nuestro México, a cierto político se le ocurrió algo tan risible como preocupante: prohibir los besos olímpicos. Algunos temieron por el beso, airadamente protestaron y lograron su supervivencia. El cierto político, débil ante los poderes fáticos -como la gran mayoría de nuestros políticos-, retrocede y se redime: el lugar no-tan-recóndito de nuestro México es ahora por él proclamado como “la capital mundial del beso” y (¡oh hilaridad!) dicho mote supuestamente servirá para atraer a múltiples turistas besucones. Pero debiéramos temerle a otra cosa, debiéramos de temerle a la prohibición.


Como lo dije anteriormente, nuestros políticos, pese a seguir siendo poderosos están debilitados, logran amasar fortunas pero no logran concretar sus proyectos más ambiciosos. Sea por un congreso que no controlan, por la oposición de algún poderoso medio de información o por alguna protesta social incontenible, gran parte de sus proyectos se frustran irremediablemente.


Pero ellos continúan elaborando sus planes y en gran parte de ellos no se disimula ni el conservadurismo ni el totalitarismo, pensamientos que se han vuelto toda una moda entre nuestra clase política. En la lógica del neo-político mexicano todo lo non-grato debe de ser erradicado: al fumador se le impide el goce del tabaco en bares y restaurantes; al secuestrador se le condenará a muerte…


¿Y por cuánto tiempo el político mexicano seguirá siendo un político débil? Dispénsenme si peco de negativo, pero todo parece indicar que no son pocos los mexicanos ansiosos por tener un gobierno que logre sacarnos adelante, osease, un gobierno poderoso. Si ello significa el sacrificar algunas cuantas libertades tampoco son pocos nuestros compatriotas que están dispuestos a correr dicho riesgo.


Ejemplo de ello es el renacimiento del PRI. Ya ni el cómico más osado recuerda que en alguna época nos mofábamos de aquel partido político a grado tal que le apodábamos el RIP. El PRI encabeza las encuestas rumbo a las elecciones federales que tendremos este año. Pero el problema no es ese sino el saber porque las encabeza: el tricolor no va adelante porque se haya renovado, por el contrario, el PRI seduce a los electores por el recuerdo que produce en ellos: les recuerda los días en los cuáles las reformas se aprobaban ipso facto, los tiempos en los que no se jugaba a los policías y ladrones en las calles sino que estos pactaban en lo oscurito y así se lograba dar la imagen de un México tranquilo, la era en la cual la represión policiaca era empleada a mansalva como un efectivo método de disuasión.


Carlos Monsiváis decía que la retracción de cierto político en algún lugar no-tan-recóndito de nuestro México es “una derrota cultural de la derecha”. Me temo que erró, esto va más allá de una guerra de ideologías. Es una derrota de una clase política débil, clase política que no tardará en volverse poderosa gracias a un electorado ávido de políticos poderosos, los cuales, tendrán en la mira nuestras endebles libertades.

Elogio de lo mismo

Ayer confesaba el hastío que me provoca la monotonía y hoy, gracias al blog de Guillermo Sheridan, descrubo un brevísimo poema de Gabriel Zaid que no es otra cosa más que un elogio de lo mismo:

¡Qué extraño es lo mismo! 

Descubrir lo mismo.

Llegar a lo mismo.



¡Cielos de lo mismo!

Perderse en lo mismo.

Encontrarse en lo mismo.



¡Oh, mismo inagotable!

Danos siempre lo mismo.

Simpático poema que, no obstante, no me quita de la cabeza esa idea que tengo: pocas cosas tan bostezantes como la rutina.

27 de enero de 2009

Sobre el analista sin tema

Ayer Héctor Aguilar Camín se confesaba sin tema. Decía entre otras cosas: "no hay en mi cabeza tema adecuado, ni ánimo propicio, para el pequeño viaje de escribir esta columna, nada que me haya guiñado el ojo al pasar de los periódicos, nada que haya apartado en días anteriores para escribir en éstos, y aunque es verdad que temas sobran, no hay ninguno para mí, ninguno en el que quiera montarme para hacer las 400 palabras que exige esta columna, cantidad leve, siempre invitadora y amigable, pero hoy excesiva, inalcanzable casi, por falta de un tema convincente en qué empeñarla, un tema invitador que se ilumine solo y salte venciendo los obstáculos de la repetición y la ignorancia, es decir, de las cosas de que he hablado demasiado, y de las cosas sobre las que nada tengo que decir, pues las ignoro". Y a partir de ahí, divagaba entorno a la fiesta forestal de la mañana.

No vi nada de malo en ello, aunque tampoco encontré en las citadas líneas algo digno de ser comentado, pasé a la página siguiente y ¡zaz! asunto olvidado. Sin embargo me topo hoy con una furibunda reacción al respecto, un blogger masculla indignado que la ocurrencia de Aguilar Camín es un claro ejemplo de la decadencia del periodismo impreso, de un intelectual dormido en sus laureles, y de la insensatez de quien, habiendo temas tan importantes en el mundo, ¡se pone a describir lo que ve por su ventana!. Bueno, basta con leer las etiquetas de dicha entrada para comprobar su furia: burlarse de los lectores, tonterías en los periódicos, ver la cara.

He cambiado de opinión, creo ahora que el artículo en cuestión es comentable, es un llamado a la divagación, y un servidor, fanático confeso de ésta, lo defenderá.

Pocas cosas tan fastidiosas como la monotonía: Leer al crítico literario comentado exclusivamente sobre libros, al cinéfilo manifestando mil veces su amor por el cine, al politólogo que se masturba inventando concertacesiones... llegan a ser lindos por un momento pero me provocan hartazgo cuando los comentarios subsecuentes no son más que clones de sus primeras disertaciones.

Si bien Héctor Aguilar Camín no es el primero en hacerlo -y mucho menos el mejor en hacerlo-, me parece un alivio que en nuestra prensa, tan ávida en hablar exclusivamente de asuntos políticos, se cuelen temas superfluos pero llenos de oxígeno, como el divagar sobre la copa de los árboles que se aprecian desde la ventana.

25 de enero de 2009

¿Cómo nos vemos?


Enrique Krauze publicó en Reforma un artículo que ha sido bastamente citado y comentado. Su preocupación: la imagen que actualmente se tiene de México en el exterior. Cito al historiador: “La revista Forbes asegura en un número reciente que México está a punto de convertirse en un ‘Estado fallido’. Además de falsa, la visión es injusta […] la falsa percepción de México como un ‘Estado fallido’ comienza a permear en los corredores de Washington al grado de que, al hablar sobre los sitios preocupantes del mundo, algunos altos funcionarios nos comparan (off the record, claro) con Pakistán”.

Pienso que sus preocupaciones son desmedidas, cierto, es importante la imagen que se tiene de nosotros en el extranjero, sin embargo, el mayor problema no radica en el cómo nos ven sino en el cómo nos vemos. Hemos sido totalmente incapaces de forjarnos una imagen –idearia, quizás, pero imagen al fin- de nuestro presente como nación. Se nos ha olvidado que la realidad no es un asunto que pueda manipularse para satisfacer los caprichos de las diversas percepciones.

Somos una nación sumamente insegura, nos asemejamos tanto a aquel adolescente que siente como el mundo se le viene abajo cuando se ve frente al espejo y se percata de que le ha salido una nueva y antiestética espinilla. El hecho de que Enrique Krauze haya escrito un artículo necesario, sí, pero con claros atisbos de desesperación, es un claro síntoma de nuestra inseguridad como nación.

Pero –y aquí voy a hacerle el juego a Enrique Krauze-, cuando hablo de inseguridad no estoy haciendo referencia a la oleada de crímenes que está azotando a nuestra nación sino a nuestro eterno complejo para definirnos. Juan Villoro decía atinadamente que un ejemplo de la poca fe que nos tenemos es nuestra porra cuasi-oficial: “¡Sí se puede!, ¡sí se puede!”. El triste saber que para poder debemos de darnos ánimos. No estamos seguros de cual es nuestra realidad, tan frágiles somos que nuestro estado de ánimo depende en gran medida de las noticias del día. Sabemos pues como nos sentimos pero desconocemos por completo quienes somos.

Leo en días recientes el como varios personajes aseguran que la crisis de inseguridad ha puesto en jaque a la población. Debo decir que quienes así lo hacen afirman clavando su vista en los periódicos y no la levantan para ver el México que les rodea. Que no se me malinterprete, no voy a negar la delicada situación por la cual atraviesa nuestra nación, pero de ahí a decir que nuestra sociedad vive en un estado de shock, hay una abismal diferencia.

Cierto, existen crónicas bien documentadas de días temibles en los cuales pueblos y ciudades enteras prefirieron resguardarse en sus casas convertidas en improvisados bunkers ante la amenaza o el rumor de cruentas y pirotécnicas balaceras que se llevarían acabo en dichos territorios. En su defecto, debo decir que las mencionadas situaciones son la excepción y no la regla.

El historiador se puso edulcorado al final de su artículo: “Concluyo con una nota personal. El domingo pasado comí en el centro y vi a las familias mexicanas caminar plácidamente por las calles, como hace siglos. Sé que esa paz tiene algo de ilusorio, pero aquellas caras mexicanas no engañan. No son inquilinos de este país. Llevan generaciones de habitarlo y amarlo. Debemos proyectar esas caras al exterior”. Concuerdo, la vida sigue su curso, la sociedad sabe que hay inseguridad pero no se siente insegura. Bares, cafeterías, escuelas, oficinas, parques, templos… todos ellos repletos a rebosar. La ciudadanía no ha bajado los brazos, sabe que su México está lejos de ser un “Estado fallido”.

17 de enero de 2009

Divagaciones # 8 ... el trago amargo

El día de ayer me cuestionaba un amigo sobre un pequeño dilema, pero dilema al fin, que tiene en su vida. Al escucharlo comprobé que una de las bifurcaciones en las cuales se divide su encrucijada le incomoda amargamente.

Ayer también, fui con unos amigos a disfrutar del fin de semana, llegamos a un bar y pedí una cerveza de esas que les dicen "de a litro" -que en realidad traen menos de un litro-. Conforme ingería la cerveza un extraño sabor amargaba mi lengua y mi garganta, no le hice mayor caso al inconveniente pero llegó el un momento en el cual el sabor amargo se mezcló con un olor insoportable y aquello terminó por fastidiarme.

Incrédulo, pasé entre mis amigos el vaso de supuesta cerveza y les pregunté si aquello no les olía o les sabía a jabón, a lo que todos me respondieron afirmativamente. El problema pues no era mío sino del brebaje. No reclamé, sabía muy bien que la mesera no tiene la culpa de ello, simplemente no volveré a acudir a un lugar donde no solo reciclan los vasos desechables -algo en sí mismo desagradable- sino donde incluso los reciclan mal.

Siempre he sido, hasta cierto punto, especial con lo que ingiero: nunca tomo té, sencillamente no me gusta; evito a toda costa el tequila pues me embriaga demasiado; ingiero lo menos posible el vino de mesa, me seca la boca.

Evitaré de ahora en adelante ir a un bar en el cual no saben lavar vasos desechables. Espero que mi amigo evite una situación que sabe amarga de antemano. Es que no hay peor sensación en esta vida que la de un trago amargo.

12 de enero de 2009

Aguascalientes alicaído


En cierto programa televisivo, escucho al politólogo Carlos Elizondo Mayer-Serra sentenciando que es Aguascalientes el ejemplo perfecto del deterioro que actualmente sufre el país. Un estado que –según sus propias palabras- tenía estándares de vida de primer mundo y ahora ha dejado de ser ejemplo de excelencia a nivel nacional.

A lo largo del transcurso del periodo vacacional recientemente concluido, pude hablar con gente oriunda de éste estado que por diversos motivos -de estudio o de trabajo principalmente- dejaron la ciudad. De ninguno de ellos escuché intención alguna de regresar a Aguascalientes, pero más allá de eso, los que aquí vivimos sin dudar les sugerimos que no retornaran (al menos por un tiempo).

Es esa una triste realidad de nuestro estado. Más allá de los comentarios provenientes de aquellos que llegan a conclusiones a partir de la interpretación de ciertas estadísticas, o de la certeza de que para progresar hay que emigrar forzosamente; es el sentimiento de desilusión del hidrocálido para con su tierra el mayor indicativo de que Aguascalientes está alicaído.

Cuando un visitante llega a estas tierras el hidrocálido que lo recibe le cuenta con cierta nostalgia que el Aguascalientes que ahora ve no es aquel paraíso que solía ser apenas unos cuantos años atrás. El orgullo que se tenía por habitar en la tierra de la gente buena se ha ido desvanecido, ahora miramos con melancolía lo que un día fuimos y ya no somos más.

El asfalto que antaño alojaba exclusivamente caucho y algunos cientos de topes es ahora visitado ocasionalmente por casquillos y charcos de sangre; la ciudad en la que uno estacionaba el automóvil y podía, en un descuido, dejar los cristales bajados sin lamentar las consecuencias de su equívoco tiene ahora un altísimo índice de robo a vehículos y casas habitación; el Aguascalientes que desconocía lo que era el desempleo ahora lo padece y varios de los que están empleados reciben quincenas francamente raquíticas.

Y a todo esto, ¿Cómo han respondido nuestros gobernantes? La palabra es el principal paliativo del gobierno federal, para combatir la crisis anuncia con bombo y platillo un plan anticrisis -ellos siempre tan brillantes como originales. Of course-; la magna obra pública que edificó el gobierno municipal el año pasado, con la finalidad de sacar a la ciudad del tercermundismo, consistió en empedrar una calle que ya estaba asfaltada, agregándole además banquitas ¡y una fuentecita!; el gobierno del estado, ante la imposibilidad de atraer inversiones, tiene la brillante idea de mandar a sus cientos de desempleados a Canadá –oh my god! Are you kidding me?, así de nice-.

Las ofertas más tentadoras consistían en laborar como albañil en el primer mundo. Esperemos además que a los contratados no les pase lo mismo que a los empleados en el Estado de México por el gobierno de la ciudad de Québec, el cual ante la crisis, tuvo que cancelar las once mil plazas de trabajo que había ofertado y acordado.

Carlos Elizondo Mayer-Serra tiene razón, Aguascalientes es el reflejo perfecto de las consecuencias de nuestras crisis como nación. Acá, ante la tempestad, nuestros gobernantes se han dedicado a arreglar una ilusoria fachada cuando al interior de nuestro estado las paredes se están derrumbando. Francamente lamentable.

10 de enero de 2009

El discurso de lo económico en el metro

Para un servidor el viajar en metro resulta (casi) siempre una experiencia fascinante. Como turista que soy, pienso que una de las principales atracciones del jocoso defecoso es ese inmenso gusano naranja que atraviesa, sin obstáculos de por medio, la Ciudad de México.

En Los rituales del caos Carlos Monsiváis entrega algunas de sus mejores crónicas. Una de ellas es sobre el metro y la misma puede leerse acá.

En el más reciente número de la revista Parteaguas aparece un interesante trabajo de Isaac Torres, quien recopiló las voces de la gente que pide dinero en el metro. Transcribo dos de ellas:

Mira, antes que nada, nosotros acabamos de salir el día de ayer del Reclusorio Oriente, salimos sin nada, nosotros nos dedicamos a robar, a quitarles sus cosas a la gente, pero ya no queremos, por eso venimos a pedirte un dinero para que no andemos robando, porque, mira, nosotros andamos todos tatuados y no traemos papeles de nada de la escuela, la gente en los trabajos no nos quiere dar chamba porque la mera verdad, mira, como tú nos ves pus así estamos que parecemos delincuentes y, la mera verdad, pus si somos delincuentes pero ya no, nosotros no queremos robarte, por eso pues venimos a pedirte una moneda, en buena onda, sin violencia ¿no?

A ver por ahí lo que gustes, échanos la mano para ya no andar robando, una moneda lo que sea, por ahí, por ahí…

Y ésta otra:

Mira yo no vengo a chorearte de que salí del reclu, que soy bien malota, gracias a Dios camino tranquila, no debo nada…

No soy la rata. Tampoco te vengo a mentir que tengo un familiar enfermo, ya quisiera uno que me estuviera esperando hoy. No cuento con un hogar ni con una familia, nos quedamos en la calle, lo que es una vergüenza yo lo sé.

Si a ti te nace del corazón regalarme una monedita. Algún taquito ¡carajo! Qué mejor, que Dios te lo multiplique no con dinero sino con amor. Bienestar para ti y toda tu familia, que Dios te dé casita, trabajo y que te dé más. Si me puedes regalar algún líquido, un taco, una fruta, alguna moneda… gracias… algún alimento…

6 de enero de 2009

Optimismo acallado


El optimista es aquel que ve siempre el vaso medio lleno. La adversidad para él no es motivo suficiente como para caer en el abismo del desánimo, por el contrario, es una atenta invitación a un nuevo reto que deberá de afrontarse con entereza. El optimista es el faro que orgullosamente ilumina la isla que yace en las penumbras.

Apenas comienza a dar sus primeros trastabillantes pasos el 2009 y el parte médico que se ha arrojado entorno a este nuevo año es francamente desolador: “lo peor del 2008 es el 2009”, se dice con suma certeza. Su malformación es hereditaria, el 2008 fue un mal padre y éste será un peor hijo. Los expertos emiten entonces sus muy peculiares recomendaciones: no malgaste su aguinaldo, no abuse del uso de sus tarjetas de crédito, apriétese el cinturón, coma apenas lo indispensable para sobrevivir…

Atrapados en las tinieblas provocadas por las crisis financiera y de inseguridad, iniciamos el año temerosos, nos adentramos al 2009 despacio, pasito a pasito, los pronósticos apocalípticos y la incertidumbre nos atosigan. ¿Y los optimistas? Los optimistas son acallados, si alguno de ellos pronostica un futuro ya no digamos halagador sino siquiera esperanzador, es inmediatamente atacado por los tremendistas, sus argumentos –sean verídicos o ficticios- son derribados raudamente por la lapidaria avalancha de la recesión, ante los múltiples signos de catástrofe existentes, no hay querella que pueda ganarse hondeando la pírrica bandera del optimismo.

Si alguien osa sonreír ante el fatídico porvenir que se avecina es mal mirado, lo suyo es visto como un disparate, es como aplaudir en un funeral o sufrir disfunción eréctil en un prostíbulo, sencillamente está fuera de lugar. El optimismo no tiene cabida en este 2009 que tiene que ser forzosa y aterradoramente atroz.

El optimista es pintado como un iluso que no quiere confrontar la realidad, un sujeto que pretende evadir lo inminente elaborando un discurso color de rosa que quizás ni el mismo llegue a creerlo; es ingenuo, edifica castillos en el aire, sobredimensiona las buenas noticias y pasa por alto las malas, ve la tempestad y no se hinca; es un inmaduro, ve caras largas y no para de sonreír, ve bolsillos vacíos y sigue comprando como en épocas de bonanza, ve proyectos frustrados y no deja de planear…

Pese a ello, creo que en momentos como estos requerimos de los servicios de los optimistas. Recuerdo Atrapado sin salida, en aquella película dirigida por Milos Forman y estelarizada por Jack Nicholson hay una escena extraordinaria: McMurphy (Nicholson) les pide a las enfermeras del nosocomio que prendan el televisor para poder ver un partido de béisbol, la respuesta de éstas es negativa pero ante su insistencia ceden y encienden el monitor mas no en el canal que transmite el partido, pese a ello McMurphy luce jubiloso, festeja home runs inexistentes y narra un partido que se desarrolla exclusivamente en su imaginación, su efusividad logra contagiar al resto de sus compañeros quienes disfrutan de un partido imaginario, la ruindad de un manicomio fue derrocada por el optimismo de un loco entrañable. Un pesimista dirá que el final del personaje de Nicholson es sumamente triste, a mí sin embargo me gusta admirar el filme desde la perspectiva del optimista, la alegre rebeldía de McMurphy que termina aleccionando y liberando a aquel personaje apodado “El jefe” en un final inolvidable.