29 de diciembre de 2010

Entre el júbilo y el tumulto

Atole en mano y con un burrito de papas con chorizo sobre el regazo, así te reciben los vendedores de ese conglomerado de puestos que, más que conformar un tianguis mercantil, forman parte de una gran familia que come y vive del comercio. Aquella estampa gastronómica no es gratuita, denota dos de las principales características de la Purísima: el carácter cálido y familiar del lugar, y la exposición alucinógena que multiplica la capacidad de percepción de nuestros sentidos.

La estructura sobre la cual se erige la Purísima es la familia, las estructuras desmontables de hierro son un actor secundario en aquella compleja puesta en escena en la que día a día se representa el acto de la vendimia. La Purísima está conformada por puestos tan diversos como aquella pirámide de textil en la que tres generaciones de vendedores ofertan pantalones de mezclilla por cien pesos, y donde puede escucharse al abuelo aconsejar sabiamente a su nieto sobre las complejas relaciones de amor-odio que se sostienen con los proveedores; o aquel puesto de videojuegos prehistóricos en el que el pequeño hijo no es capaz de distinguir entre el Nintendo y el Super Nintendo, pero juega con maestría al PlayStation mientras el padre olvida su rol familiar para investirse en el del cruento gerente que reprende la incapacidad de su “empleado”; o la presencia exótica del avejentado geek que oferta la ostentosa colección de juguetes que en otra época le obsequió su madre, colección que es coronada por un impecable e invaluable Castillo Grayskull. Todos estos puestos, en apariencia disímiles, son escenografías teatrales unidas por un fuerte eslabón familiar que dota a la Purísima de un aire tradicional incomparable.

La Purísima es también una experiencia multisensorial, infinidad de cartulinas fluorescentes marcadas con precios razonablemente accesibles toman por asalto nuestra vista; los vendedores componen una sinfonía con el: “¡Pásele, pásele!”, que hipnotiza los oídos; los sabores del tejuino y la tentación de un duro con salsa recorren los pasillo asimétricos del tianguis; el tacto entra en contacto con el dinero en efectivo en este resquicio en el que el plástico resulta una excentricidad. Adentrarse en la Purísima es un viaje psicodélico por el mercantilismo tercermundista.

Pese a que la Purísima palpita a unas cuantas cuadras del centro de la ciudad, los escenarios no podrían ser más disímiles entre sí, mientras el afamado tianguis es plenamente consciente de su veta popular, y la explota con creces, el centro se cimienta en una gelatinosa vaguedad. Combina establecimientos de prestigio con una cantidad pasmosa de vendedores ambulantes –nunca tantos como en esta época del año–; en el centro pueden encontrarse lo mismo unos tenis Puma con un costo de dos mil pesos, que unos Panam por solo 200 devaluados; de un CD con empalagosos villancicos, a los acordes satánicos interpretados por Deicide.

El centro de la ciudad se sostiene sobre los hombros del tumulto, ningún otro punto de venta acumula tal cantidad de gente. El andador Allende y el mercado Terán son invadidos por una marea incesante de cuerpos humanos. La concurrencia es variopinta, ya sea por un libro de Guillermo Fadanelli en la Educal, por unos pants económicos en Los Mesones o por una corbata para papá en El Danubio Azul. El abanico de posibilidades que ofrece el centro corresponde a la muchedumbre iconoclasta que se congrega en él. El centro es la fortaleza de la diversidad cultural existente en la entidad.

En la amplitud de su oferta radica la magia que distingue al centro, sus calles y comercios son una invitación abierta para quien desee aceptarla. El centro no discrimina, no lo abarca todo (es imposible) pero lo intenta, de la tradición a la vanguardia, de la vejez a la juventud, de la cultura a la contracultura… la diversidad del centro no se aprecia en sus comercios –arquitectónicamente carentes de visibilidad–, sino en la pluralidad de la gente que acude a ellos.

El sentido común insinuaría que el centro comercial Altaria dista de ello, el lugar que oferta la exclusividad vendría a ser un club privado comparado con los brazos abiertos que ofrece el centro de la ciudad, y si bien es cierto que su oferta no es ni remotamente variopinta, aquello dista de ser la guarida del glamour. Ni Hugo Boss, Lacoste, Nike o Pepe Jeans, ninguna nomenclatura multinacional serena el júbilo navideño.

En Altaria la calidez no la brinda el entorno, el vendedor no llega a tocarte el hombro para saber qué es lo que se te ofrece –como sucede en un mercado–, pero la frialdad establecida por los corporativos comerciales y la gelidez de la mole de concreto es abatida por la alegría de la gente. Amigos, familias y parejas van de tienda en tienda destilando un aura festiva. Si en la Purísima se admira el arte de vender siendo transmitido de generación en generación, en Altaria seduce la tentativa del comprar.

Andan los compradorcillos en el centro comercial de altura, llevan de tanto gastar los bolsillos rotos, pese a ello, permanece inquebrantable ese semblante fraternal que portan en el rostro. En su presurosa andanza recuerdan a sus seres queridos, adquieren múltiples obsequios: la falda para la sobrina, el suéter para el abuelo y el pomo de tequila para el compadre. Pero el dinero se agota, las posadas fenecen, la cruda deriva en jaqueca, la ingesta indiscriminada de romeritos se transforman en-unos-cuantos kilitos de más y este humilde servidor debe ocuparse de otros quehaceres. Ni siquiera la magia de la Navidad es capaz de eclipsar la sinceridad de la realidad.