20 de noviembre de 2010

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Por supuesto, en el aula escolar no todo es malo, el día de ayer un alumno –quizás, de quien menos lo esperaba– me sorprendió. Por primera vez en el semestre un estudiante me pidió prestada una lectura (una revista) para leer en casa, para ello hubo que romper esquemas, la lectura en cuestión fue una crónica –subgénero literario que no está incluido en el plan de estudios– en la cual se aborda una temática de moda: el narcotráfico.

En el aula de la juventud perdida


La anécdota me la contó un buen amigo: asfixiado por el estrés inducido por el mal comportamiento de sus alumnos –comportamiento coloquialmente conocido como el desmadre–, un profesor abandonó el aula escolar con tan alto grado de tensión, que camino a casa la derrama innecesaria de bilis provocó que se le nublara el juicio –y al parecer, también la vista– desembocando todo aquel coctel de adrenalina en un accidente automovilístico… al día siguiente, el profesor presentó su renuncia. La anécdota hizo que mi buen amigo y yo nos partiéramos de la risa, pero a su vez, resumió el amargo sentir que, como noveles profesores de preparatoria, nos hemos encontrado al atestiguar el pobre desempeño de nuestros alumnos.

Juventud, divino tesoro. Ciertamente, la juventud es la edad del hedonismo pleno, época en la que pueden ingerirse cantidades faraónicas de cerveza sin que el abdomen se inflame; los problemas en las relaciones sentimentales no inmiscuyen hijos y matrimonios sino simplemente un par de cachetadas; la popularidad, tan preciada a esa edad, depende de empeños tan simples como pisar a fondo el acelerador de un automóvil… la única responsabilidad de estos jóvenes privilegiados pareciera ser el estudio. Estudiantes ajenos a la marginación social y al fenómeno de los “ninis”, estudiantes a quienes la órbita de los juvenicidios no les atañe, a estos colegiales no les preocupa la dura realidad que viven otros jóvenes ni la cruenta realidad del país con la cual tendrán que lidiar en un parpadeo.

El Universal publicó el lunes una nota en la cual se revela que el 70% de los alumnos presentan un importante rezago educativo, se señala en la misma que la principal causa de este rezago es la falta de disciplina para estudiar, y lo peor, los alumnos seguirán arrastrando este rezago educativo inclusive a nivel licenciatura, derivándose en la titulación de un montón de profesionistas patito.

En el mismo tenor encuentro la nota publicada el domingo en el diario Página 24, Juan Manuel Trujillo, director de Educación Básica del IEA culpa a los alumnos de provocar parte del vandalismo que se registra en las escuelas (cristales rotos, pintas con aerosol), los alumnos no solo tienen un desdén por el estudio sino que minan la de-por-sí precaria estructura física de las instituciones educativas.

Sé muy bien que no estoy descubriendo el hilo negro, mi planteamiento podría ser incluso juzgado como ingenuo y timorato, lo admito. De James Dean a Lady Gaga, la juventud ha sido identificada con cierto halo de rebeldía, a esa edad resulta difícil no corear el himno de Judas Priest (Breaking the law) o cualquier otro himno que inste a la anarquía. Pero existe un largo trecho entre la rebeldía como ruptura y derrocamiento de un sistema preestablecido y la cómoda desobligación en la cual están postrados el grueso de los jóvenes estudiantes –si la transición democrática falló en México, la culpa va más allá de la probada y sufrida ineficacia de los panistas–.

Alumnos que bajan la tarea de internet creyendo que engañan al maestro –quizás lo logren con más de uno–; estudiantes que dormitan rutinariamente sobre el pupitre pero despiertan el día de la evaluación para estar prestos a ejecutar el ritual del copiado; o lo ocurrido con otra amiga, quien me contaba recientemente que, en el colmo la desfachatez, sus alumnos le exigieron que les diera una juego de copias de sus apuntes pues, de lo contrario, le pedirían al director de la escuela su cabeza… si en el presente y en el futuro nos encontramos (encontraremos) con corruptelas en la vida diaria, en gran parte se debe a que las escuelas son instituciones certificadas en la práctica de triquiñuelas.

Quizás exagero, he caído en las garras del tremendismo; quizás me adentré a la aventura de impartir clases con desmedidas expectativas, a fin de cuentas, la educación preparatoria no es parte de la construcción del ser humano sino un mero trámite de la burocracia educativa; quizás no debiera de preocuparme el descubrir que aquellos jóvenes en quienes ingenuamente supuse que podría encontrar vestigios de rebeldía no saben escribir ni siquiera correctamente la palabra revolución (rebolución, revolusión), después de todo, hace tiempo que la épocas revolucionarias se extinguieron, el centenario de la Revolución pasa medio desapercibido y lo más revolucionario en lo que piensan nuestro jóvenes es el más reciente producto ideado por la billetera Steve Jobs.

15 de noviembre de 2010

La ley del plomo


Se perpetuó una nueva ejecución en Aguascalientes, el comandante José Luis Marmolejo cayó abatido, tres balazos se incrustaron en su humanidad. Me sincero desde ahora, nunca he sido un asiduo lector de la nota roja, desconozco la suma de las ejecuciones que se han registrado en la entidad en el año y durante el sexenio, no es que lo considere un dato anecdótico ni mucho menos, pero tampoco lo considero un parámetro único e inobjetable para medir la delincuencia, como ciudadanos del siglo XXI asentados cómodamente en un individualismo de tintes egoísta, únicamente nos preocupa aquello que nos afecta directamente.

Reforma publicó la semana pasada a ocho columnas una noticia desoladora, el ejecutómetro (tal cual le llaman) rebasó la cifra de las diez mil muertes relacionadas con el crimen organizado en lo que va del año, la cifra se ha incrementado por cuarto año consecutivo, nada parece frenar la violencia que cual cáncer se ha ido expandiendo indiscriminadamente, llegando a afectar directa e indirectamente a diversos sectores de la sociedad mexicana. Aguascalientes nutre este número, según el recuento del periódico capitalino nuestra entidad aporta una porción mínima de víctimas en este cruento panorama (6 muertos). ¿Cómo debemos leer este dato?, ¿es preocupante o un alivio?

Analizándolo desde una frialdad numérica, la violencia parece estar aglutinada lejos de nuestro entorno. Reforma publica en otra nota que más de la mitad de los homicidios se concentran en quince municipios del país; la revista nexos publica un ensayo de Eduardo Guerrero que focaliza la violencia en seis puntos rojos localizados en cinco estados (Baja California, Chihuahua, Guerrero, Michoacán y Sinaloa).

La frecuencia de las ejecuciones no es ni remotamente la misma en Aguascalientes que en una ciudad que se ha visto asfixiada por la violencia como lo es Juárez, pero el repudio popular a éstas tampoco lo es. En Juárez han comenzado las protestas de estudiantes, madres de familia y asociaciones civiles; en Aguascalientes predomina la inacción y se tolera la violencia, quizás empezaremos a organizarnos y preocuparnos cuando se haya extendido el problema y sea demasiado tarde para sofocarlo.

Aguascalientes es un claro ejemplo de la pasividad ciudadana. Hace tres años la ciudad se cimbraba con una balacera: las personas se comunicaban por celular previniendo a los seres queridos para que se anduvieran con cautela; las estaciones de radio interrumpían sus transmisiones para narrar en vivo los sucesos; permeaba en las calles cierta estela de angustia y desesperación; los periódicos se agotaban al día siguiente; pero sobretodo, se sentía una condena ciudadana, un rechazo unánime a la violencia.

Las últimas semanas Aguascalientes ha vivido una seguidilla de ejecuciones que no trascendieron más allá de la noticia periodística, en el seno de la sociedad, la violencia se ha vuelto una anécdota: “¿que mataron a unas putas en el violento? … ¡sí!, ¿no te la supiste? … nel, que gacho … simona, dicen que las quebraron porque le pegaron el sidral a un narquillo”… y colorín colorado, la anécdota de este homicidio se ha acabado. Ciertamente, ya no cunde la histeria, dejamos de ser unos primerizos en materia delictiva, perdimos la virginidad y se desvaneció junto con ella el clamor por la justicia y la condena social, si la violencia permanece entre nosotros, subsiste como el alimento con el cual saciamos nuestro morbo.

Las pasadas elecciones fueron una prueba de ello, hace tres años, en las campañas políticas privó el tema de la inseguridad, este año la economía familiar y el progreso dejaron a la seguridad en un segundo plano. ¿Qué opinión tienen nuestros futuros gobernantes de este clima de inseguridad, más allá de afirmar que lamentan lo sucedido?, ¿qué acciones emprenderán los próximos gobiernos en materia de seguridad?

No nos hemos acostumbrado a la violencia, nos hemos resignado a ella. Ante la incompetencia de los distintos niveles de gobierno para brindar seguridad, el ciudadano ha optado por cruzar los brazos y tolerar en silencio las terribles consecuencias de la criminalidad, las balas no nos rozan pero las extorsiones y el robo nos atosigan, no vivimos con histeria pero persiste cierta incomodidad. En un breve paseo que di por la purísima y el centro, no escuché ninguna sola conversación que hiciera alusión al asesinato del comandante, en Aguascalientes y en México nos hemos acostumbrado, nos hemos resignado a convivir con la ley del plomo que ha sido instaurada por los criminales.

2 de noviembre de 2010

La ciudad silente

La observé a la distancia, ella estaba sentada en una banca ubicada a las afueras de la clínica número 10 del IMSS, detenía con una mano lo que aparentaban ser unos estudios clínicos, con la otra pretendía cubrir su boca mas no podía, su mano temblorosa y la notoria apertura de sus fauces se lo impedían, sus ojos se notaban enrojecidos y su rostro descompuesto… era obvio, ella lloraba. Historias como la anterior, historias en apariencia exiguas ocurren a diario en la ciudad de Aguascalientes y forman parte nuestra anatomía citadina, son pequeñas tramas urbanas que pasan desapercibidas, historias que se pierden en una ciudad porque, entre otras cosas, carecemos de cronistas.

Se enumeran con cierta frecuencia nuestras carencias: los apocalípticos no dudan en asegurar que seremos una de las primeras ciudades en quedarnos sin agua, los letrados lamentan la ausencia de la literatura aguascalentense en el panorama literario nacional, la izquierda añora que la sempiterna pasividad de una ciudadanía que ante la tempestad ha permanecido siempre ecuánime algún día se desvanezca… yo solamente deseo poder disfrutar de la lectura de un par de cronistas hidrocálidos los fines de semana.

La crónica, amiga inseparable de las costumbres, los hombres y la vida, ha permanecido ausente en la construcción de Aguascalientes, la ciudad tiene más de cuatro siglos de historia pero pocas historias escritas en su haber, no es que no contemos con ellas, nuestra tradición oral es riquísima, hablar con una persona mayor es como abrir un archivero arrumbado que contiene en su interior anécdotas infinitas sobre Aguascalientes, por desgracia, en la ciudad no hemos tenido en el pasado a un Micrós o un Salvador Novo, y tampoco lo tenemos actualmente.

En una entrevista Juan Villoro sostuvo recientemente: “mientras los periodistas engordan (porque cada vez salen menos a la calle) los periódicos adelgazan”. Para Villoro, la calle ha dejado de ser noticia, las encuestas y la estadística han reducido el sentir popular a un cuestionario y un par de fórmulas matemáticas, la crónica, sostiene el escritor, ha sido orillada a refugiarse en revistas y libros. Pero en Aguascalientes no existe una guarida para la crónica, en revistas como Parteaguas y Tierra Baldía el género ha estado ausente, y el único libro de crónicas que se ha editado en los últimos 10 años ha sido La vuelta a Aguascalientes en 80 textos, loable esfuerzo que paradójicamente refleja la ausencia del ejercicio crónico, el libro está saturado de nostalgia y carece de narración.

Desconozco a que se deba esta ausencia de cronistas en la ciudad, quizás sea simple y llano desinterés. En los últimos años el Consejo de la Crónica se derritió y nadie pareció verter una lágrima al respecto; de los múltiples articulistas con los que hoy contamos –en la actualidad, prácticamente la totalidad de los diarios locales cuentan con una robusta sección de opinión– ninguno aprovecha el espacio que se le brinda para contar la anécdota, el chisme o la jocosa banalidad de la semana, nadie osa en convertirse en el gran murmurador de la ciudad; históricamente los escritores de Aguascalientes se han decantado por el cuento y la poesía, tan es así, que el programa editorial primer libro del ICA innova con subgéneros como la historieta, dejando a la crónica en el olvido.

Pero no todo está perdido, en tiempos recientes dos jóvenes, Ángela Piedad y Mónica de Luna, esbozaron algunas crónicas en la prensa local; El Heraldo Aguascalientes es la trinchera desde la cual todos los lunes nuestro único cronista, Carlos Reyes Sahagún, retrata la ciudad de Aguascalientes; y aún con su exceso de nostalgia, el libro coordinado por Salvador Camacho Sandoval presenta algunas crónicas plausibles como la de Con estos ojos… de Gustavo Arturo de Alba, un ejemplo perfecto de la crónica citadina, un texto que refleja la vida urbana, que se ocupa de darle voz a quienes no la tienen.

El pasado viernes se celebró el 435 aniversario de la fundación de Aguascalientes, en las calles, la ciudad y sus ciudadanos parecían ajenos a la celebración, en la Plaza de Armas se montó un escenario que más parecía un spot móvil de una estación de radio que el escenario en el que se conmemoraría un aniversario más de la ciudad, no hubo un ambiente festivo ni en las calles del centro, ni en la barra de bebidas del Yambak bar, ni en los puestos desmontables de los tianguis, ni en el puesto de las deliciosas gorditas Mary… la urbe desatendió el aniversario de su ciudad porque Aguascalientes nunca se ha preocupado por su vida urbana. Rafael Pérez Gay concluyó su libro Paraísos duros de roer con la siguiente sentencia: “la crónica es en género diabólico”… despierten pues los demonios aquicalidenses.