30 de noviembre de 2009

Aquel gélido mausoleo


Contaré una anécdota: cursaba el noveno semestre de la licenciatura, y en plena clase, la novel catedrática -nunca supe si en un desliz o en un arranque de sinceridad- dijo algo muy parecido a esto: “será cuando comience a egresar la gente que actualmente cursa la licenciatura, cuando la profesionalización de los medios locales irá en aumento”. Aquello me sorprendió, más que nada, porque en aquellos entonces la hoy extinta Licenciatura en Comunicación Medios Masivos cumplía veinte años, ¿acaso los medios locales no habían mejorado con veinte generaciones de profesionistas?. Dejo ahí la anécdota, espero que se entienda su significancia.

La UAA se encuentra, quizás no de moda, pero sí, en boca de muchos: desde sus alumnos y catedráticos marchando por las calles de la ciudad de Aguascalientes; hasta el hueco discurso de los políticamente correctos -que, dicho sea de paso, son una dañina (y populosa) plaga- quienes se llenan la boca emitiendo un discurso con el que supuestamente pretenden defender a la universidad, pero cuya única finalidad, es la de jalar agua para su molino. La batalla es una y es simple: que se le otorgue a la universidad el presupuesto que por ley le corresponde.

He de confesar mi enorme extrañeza ante tan unánime muestra apoyo, pues, para nadie es un secreto, la educación que tenemos en México es uno de nuestros más sonoros fracasos como nación (y miren que tenemos fracasos de sobra): nuestros alumnos se destacan sobretodo por su pereza, nuestras maestros reprueban cuanta cantidad de pruebas de aptitudes les ponen enfrente, las instalaciones de las escuelas son insuficientes y precarias… pensé que a estas alturas, la sociedad (o al menos, quienes se proclaman como voceros de ésta) se habría vuelto más crítica. Sí, presupuesto para la UAA … pero, ¿a cambio de qué?

Debido a la oleada de voces que le han ofrecido todo su apoyo a la UAA, se han visto sofocadas las voces críticas, de la buena crítica, aquella que apunta a las debilidades, no para desprestigiar, sino para que éstas sean fortalecidas. No deja de ser sensible ésta ausencia pues, una buena educación, no se logra exclusivamente en base a la cuantía del presupuesto adquirido.

Estoy convencido de que uno de los mayores problemas de la universidad, es el hecho de que las autoridades universitarias suelen dejar de lado la voz de su alumnado. Si vivimos en un país en el que a los gobernantes le valen sorbete sus gobernados, ¿porqué pensar que rectores y decanos le dedican tiempo y espacio a sus alumnos?, es una cuestión de idiosincrasia. No deja de ser significativo el hecho de que alumnos y autoridades universitarias estén protestando por separado, no congenian, no están unidos… aquello de la “comunidad universitaria” parece ser un mito.

Como exalumno de la universidad fui testigo de un abismo que nos separaba a los alumnos y a las autoridades, el roce del estudiante con las autoridades es nulo, no existen los canales para que se dé el diálogo entre ellos. A raíz de esa separación, las autoridades van perdiendo el tacto acerca de cuáles son las necesidades de sus alumnos, y sus decisiones, podrán no ser las adecuadas para que éstos reciban una educación idónea. He ahí el ejemplo extremo: el decadente caso de la U de G, cuyas cúpulas se peleaban la rectoría hasta con la cubeta porque el presupuesto es mucho y la transparencia poca, lo de menos, claro está, eran sus alumnos.

Recuerdo aquellas, en apariencia, lejanas noches de invierno, bien arropados y reunidos en círculo, mis compañeros de la licenciatura y yo hablábamos, entre otras muchas cosas, de nuestros sueños, a qué nos dedicaríamos cuando recibiéramos nuestros títulos. Nuestros sueños solían ser claros y de altos vuelos –los estudiantes solemos ser perezosos para muchas cosas, pero no para soñar-. Es ese el mayor recuerdo que guardo de la UAA, y es, a la postre, la mejor descripción que podría hacer de ella: la de aquel gélido mausoleo en el cual se resguardan los fallecidos sueños de centenares de jóvenes idealistas.

23 de noviembre de 2009

Sobre la queja

Todos nos quejamos en algún momento de nuestras vidas: de nuestros padres autoritarios, de la incomprensión de nuestras parejas sentimentales, de nuestos salarios miserables, del exceso de pellejos en nuestros tacos de bistek, del mísero tamaño de nuestro pene (o del tamaño del pene de nuestra pareja), del siempre impuntual transporte público, de la puta programación televisiva en la cual nunca encuentro nada interesante a pesar de contar con más de sesenta canales, del barro que me salió en la naríz... somos el país de la queja.

Hoy, Héctor Aguilar Camín da inicio a su Fenomenología de la queja pública, vale la pena leerlo por acá, acá(2), acá(3), acá(4) y acá(5).

20 de noviembre de 2009

Algo más sobre mí y mis hogares

Siempre lo he sostenido: si algún día un locuaz aventurero osa escribir la biografía de un servidor, se verá en serios aprietos. Por ejemplo: no sabrá en que lugar inicié mi vida, de hecho, yo tampoco lo sé, sé en que hospital fui parido, pero después de eso: ¿a dónde fui llevado?

Ojo, no es que no lo recuerde, es que simple y sencillamente no lo sé, no sé donde dí mis primeros pasos, donde dije mi primera palabra, donde me dieron de comer aquella (supongo) suculenta papilla de plátano… el recuerdo de mis hogares arranca por ahí de mis 4 o 5 años de vida. Y es en realidad un recuerdo sumamente confuso y vago.

Confuso porque el orden cronológico está hecho un lío, vago porque recuerdo muy poco de aquellos fugaces hogares. Ahora que lo pienso, quizás, mi desconocimiento y desmemoria se deban a ello: en mi tierna infancia, de algo estoy seguro respecto a mis hogares: todos ellos fueron fugaces.

De los 4 a los 6 años (aprox.) viví en una casa que quedaba frente a un kinder, el único recuerdo que guardo de ella es el perro de los vecinos, era enorme, o al menos, así me parecía, sin duda, del tamaño de un dinosaurio; recuerdo aquella otra casa dúplex que era un verdadero dolor de cabeza para todos nosotros, los deshumanizados vecinos de abajo (nosotros, vivíamos en la segunda planta), al no recorrer la reja, nos dejaban encarcelados en nuestra propio hogar, encima, las llantas de nuestro carro amanecían siempre sin aire. Es una de las pocas ocasiones en las cuales han emanado de mi interior instintos asesinos, deseaba hacerme de una metralleta y descargar todas las municiones del mundo en el piso de aquellos deshumanizados vecinos (eso instintos nacieron probablemente porque un servidor veía innumerables películas de acción en su tierna infancia); recuerdo también dos casas en Veracruz: una de ellas era enorme, verde (no sé si este dato sea verídico o un producto de mi dañada imaginación), infestada de cucarachas y ubicada, para nuestra desgracia, a un costado de la avenida más ruidosa de la ciudad (era imposible dormir con tanto ruido), sin duda, el set idóneo para rodar alguna película de Cronenberg; la otra, era un pequeño departamento ubicado a un costado de la playa, extremadamente caluroso, en mi recámara había un enorme ventanal con vista al mar, a través de él veía todos los días el amanecer (no tenía cortinas), recuerdo que en aquel lugar viví la primera noche en la cual no pude conciliar el sueño, una hazaña inolvidable.

Tras aquella orgía de hogares (hubo otros que no vale la pena mencionarlos), instalado en un plano más sedentario, habité en dos hogares:

El primero de ellos era bastante feo para ser sinceros, pero eso sí, ¡tenía una tina! (ni crean, cuando uno tiene tina en su casa, ésta pierde todo su encanto), recuerdo que en alguna ocasión comprobé que bastaba con un sobre de Kool-Aid para colorear la totalidad de su contenido líquido, el agua se volvió roja, según yo, era sangre… vaya que sí tenía imaginación. Aquella casa contaba con un jardín que nunca lo fue (o, ¿existen los jardines de tierra?), una cocina que se resumía en una triste estufa, un boquete por el cual podría irrumpir el ladrón más obeso del mundo, un barandal completamente oxidado, ¡ah!, también tenía una chimenea, la cual, si mal no recuerdo, se utilizó únicamente en una ocasión. En aquella casa plantamos entre todos un pino que, creo, todavía existe y es alto y frondoso, tuvimos por mascotas un par de patos (uno de ellos, ya envejecido, lo fuimos a donar al entonces conocido como el “Parque Héroes Mexicanos”). No recuerdo como fue la despedida de aquella casa, en realidad, fue un hogar que nunca he extrañado.

El segundo hogar, pese a su enorme defecto (era más frío que una mujer frígida), era un sitio sumamente acogedor, con una linda ubicación, un enorme jardín que mi mamá poco a poco fue labrando… pero, más que el hogar en sí, son los recuerdos de lo que ahí viví lo que nunca olvidaré: ahí, por vez primera, entablé una entrañable amistad con mis vecinos, hacíamos nuestros campamentos en el jardín de mi casa o de la suya; en la avenida ubicada a espaldas de mi casa aprendí tardíamente a andar en bicicleta; “adoptamos” mi familia y yo un par de gatos que pronto se convirtieron en un batallón; ahí nació, creció, murió y nunca se educó nuestra mascota, una perra llamada coqueta; ahí nació, gateó, caminó y habló por vez primera mi sobrino Santiago; ahí sostuve relaciones con algunas de las mujeres a quienes más he querido en mi vida; ahí realicé algunas fiestas, una de ellas, la última, permanecerá imborrable en la memoria colectiva de mis amistades; ahí tomé por primera vez las llaves de un coche para manejarlo; ahí fue a dejarme mi primera novia una noche en la cual me encontraba en completo estado de embriaguez, me dio un muy cachondo beso a pesar de haber vomitado minutos antes de despedirnos, aquello era amor; hasta ahí me dio aventón aquella niña que tanto me gustaba en la preparatoria (yo también le gustaba … pero estábamos bastante pendejos como para darnos cuenta de ello); ahí comimos numerosas carnes asadas, algunas jugosas, otras secas; ahí llenamos la barra de envases de cervezas en una de mis más célebres fiestas de cumpleaños; ahí realicé mi primera y única cena romántica, todo terminó en sexo oral, idiota de mí, olvidé comprar los preservativos; ahí escribí mi primer artículo publicado en un diario; ahí escribí junto a mi entonces mejor amigo una canción sobre el suicidio, proféticamente, una compañera de clases se suicidaría una semana después… ahí dormí por última vez el domingo pasado.

Ahora duermo en una nueva casa, adaptarme arquitectónica y geográficamente a ella no me ha costado ningún trabajo … pero los recuerdos, esos sí me costarán un arduo trabajo, tendré que ir construyendo los cimientos de mis nuevas aventuras en este nuevo hogar.

Mis potenciales biógrafos pueden dormir tranquilos, sé que nunca existirá algún locuaz aventurero interesado en escribir mi muy aburrida biografía, por ello, yo algún día escribiré mi autobiografía, acción que, encima, resulta mucho más entretenida.

12 de noviembre de 2009

Algo más sobre mí y mis estudios, presupuestos y la UAA

El pasado 20 de Octubre publiqué en este blog un texto sobre la apatía de los jóvenes, ese mismo día, gracias al blog llamado crimentales, pude acceder a un delicioso texto de Heriberto Yépez de similar tonalidad.

La semana pasada en La Jornada Aguascalientes se publicó una editorial que hacía eco de la ausencia de la solidaridad de la comunidad universitaria ante la embestida presupuestal que afectará el próximo año a la UAA. Se entiende que una de esas notorias ausencias es precisamente la de su alumnado.

La UAA tiene varias caras, sé de algunas de ellas pero en realidad solo conozco a fondo uno de esos variados rostros: el rol del estudiante, lo conozco a fondo pues estudié en ella no solamente los cinco años que dura mi carrera, sino que incluso, me extendí (no por gusto) uno más.

Me andaré sin rodeos: en mi experiencia de seis años como estudiante, siempre me dio la impresión de que la UAA ve en su alumnado una materia prescindible. Daré a continuación una serie de ejemplos (de burdos a serios) de ello:

Desde la farsa: el entonces decano José Alfredo Ortiz Garza acudío a nuestro salón (por primera y única ocasión) para invitarnos a una ceremonia en la cual se certificaría nuestra carrera (licenciatura en comunicación medios masivos), aquella cortesía fue en realidad una farsa, la licenciatura en comunicación medios masivos jamás se certificó, la acreditación la recibió la licenciatura en comunicación e información, el decano, obviamente, pretendió tomarnos el pelo. Desde aquel día dejé de creer en el decano (nunca creí en él en realidad) y en las certificaciones (¿alguien puede creerlo?, certificaron una carrera que únicamente existía en el papel, ningunos tiernos glúteos estudiantiles habían calentado siquiera los pupitres de la nonata carrera).

Pasando por el atropello: una catedrática con el grado de doctora y supuesta investigadora, de quien usted puede leer sus opiniones en La Jornada Aguascalientes (Rebeca Padilla), encargó un ensayo sobre el, en aquellos entonces, documental de moda: Bowling for Columbine de Michael Moore. Un servidor, que había visto dicho documental hasta el cansancio (y eso que desde el primer avistamiento me provocó una enorme fatiga tan vulgar documental), escribió un texto crítico, extenso y en-una-de-esas hasta mordaz sobre aquella película tan inflada como la masa corporal de su director. Me sorprendí (y no gratamente) cuando recibí mi calificación, la catedrática me acusó de haber plagiado el texto (sin decir nunca cual fue el texto original, casta víctima de mi instinto plagiario), y por consiguiente, mi calificación fue el número más redondo que existe sobre la faz de la tierra (sí, como Michael Moore … que ironía). Sabía de la existencia de unos supuestos derechos universitarios y acudí a ellos, no tanto porque me importara una calificación (el sistema numérico como reflejo del aprovechamiento siempre me ha parecido una vacilada) sino por orgullo, era mi texto y quería que se reconociera como mío. Mi derecho consistió en un hazmerreír: una revisión de examen en la cual no era la catedrática quien tenía que demostrar mi plagio, sino en la que yo debía demostrar que no lo era (y eso … ¿cómo chingados se hace?). En cierta medida, este atropello me orilló a cursar un año extra en la universidad … jamás volví a creer en los derechos universitarios.

Llegando a la banalidad: si usted acude con cierta frecuencia a la universidad, probablemente le habrá pasado lo que a mí en varias ocasiones: como se dice coloquialmente, a uno, pues, se le afloja el mastique, es natural, y para solucionarlo, pues, se acude a los sanitarios (los que están abiertos al público, los que utilizan los estudiantes) para desechar nuestros desechos (valga la redundancia), y uno descubre que, ¡zaz!, ¡no hay papel!, ¡y uno con el desecho a medio salir!, y entonces … acá le corto mejor para no caer en vulgaridades. Advertí que era un ejemplo banal, pero, pese a ello, no deja de ser ilustrativo, a pesar de haber pertenecido en mi rol de estudiante a la denominada románticamente como la “comunidad universitaria”, no era tratado como un igual, había castas: mientras la burguesía (catedráticos y demás) resguardaban bajo llave en sus fortalezas sanitaria el papel higiénico (divino tesoro); la plebe (estudiante y de menos) tendríamos que arreglárnosla como pudiéramos para limpiarnos el nalgatorio. Yo, por ejemplo, prefería cruzar la avenida universidad y adentrarme en el Sanborns donde el papel higiénico del señor Slim me recibía con los brazos abiertos para que pudiera defecar como todo un semidios. Jamás volví a creer en el romanticismo de la “comunidad universitaria”.

Sí, lo sé, estoy siendo marcadamente tendencioso, podría dar también ejemplo de los apoyos que reciben algunos estudiantes universitarios, y los estoy callando (aunque, por otro lado, podría continuar ad infinitum con los ejemplos de mis infortunios). Si estoy siendo tendencioso, como lo reconozco, es para remarcar el más preocupante de los defectos de la UAA: el menosprecio a sus estudiantes. Y lo hago porque, si lo seguimos pasando por alto (igualmente, no creo que mucha gente tome en cuenta mis personalísimas), caeremos en los niveles de la U de G, donde una reciente gresca entre cúpulas que se disputaban el control de la rectoría, dejó en claro que lo que menos le preocupa a las máximas autoridades universitarias, es su alumnado.

Hoy valdría la pena que los jóvenes estudiantes se quitaran ese estigma de apatía, y que, con los medios a su alcance (blogs, cartulinas, marchas, misivas a los medios, perifoneo, volanteo…) manifiesten la necesidad de otorgarle a la UAA el presupuesto que le corresponde; mañana, (gánese o piérdase la batalla por el presupuesto) valdrá la pena que las autoridades universitarias se alejen de pasarelas y politiquerías, y que centren su atención en su mayor tesoro: sus estudiantes.

Desde hace un par de semanas apareció este tema en la escena hidrocálida, yo prefería ver los toros desde la barrera, pero tras leer un extraordinario texto de Francisco Fernández Buey en El País, he decidido aportar este granito de arena a la discusión.

¿El crepúsculo del deber?


Hace algunos ayeres leí El crepúsculo del deber de Gilles Lipovetsky, confieso que su lectura me dejó indiferente, quizás mi indiferencia se debió a que el contexto de su crítica se ubica en el primer mundo, muy alejado del tercer mundo desde el cual se escriben estas líneas, y por ende, sentí el propósito de su libro totalmente ajeno a la realidad en la cual habito.

Sin embargo, acontecimientos recientes me han hecho virar y vacilar, quizás el llamado “crepúsculo del deber” comienza a brotar en ciertos sectores (socioeconómicos sobretodo) de la sociedad mexicana.

Célebre y (muy) vitoreado se ha vuelto el caso de internetnecesario, espacio virtual en el cual un puñado de privilegiados (en México, no cualquiera mortal tiene acceso a Internet) se organizaron, twittearon la gota gorda, y lograron (es un decir) que se derogara la hipotética implementación de un impuesto a Internet.

Reviso el sitio desde el cual lidiaron su batalla los twitteros, y no encuentro regado en el campo de batalla ningún atisbo de conciencia social, una vez derogado el impuesto los twitteros pasaron ágilmente a la celebración y dejaron en el abandono la lucha. Su lucha, visto está, no era social -nada de computadoras para todos, ni Internet para todos; aquello es una utopía que no vale una batalla- sino individual, no les motivó la urgente necesidad de la sociedad mexicana para acceder a Internet, les motivó su bolsillo, no querían pagar más. Punto.

Sorprende que en un país en el cual abundan las necesidades sociales, la disolución de un hipotético impuesto a Internet sea nuestro magro y único triunfo como sociedad organizada, pero la sorpresa se disuelve si alzamos la mirada y atestiguamos que nuestra próxima batalla social será la derogación de la tenencia -ganada recientemente por los hermanos queretanos-, un impuesto que afecta exclusivamente a ciertos sectores (ya-saben-cuales) socioeconómicos. No se trata pues de una sorpresa, es una norma: la de la conciencia social en primera persona, cuando el afectado es el yo, entonces, la inconformidad logrará hacer ruido siempre y cuando afecte a los sectores sociales privilegiados, y caeremos en consecuencia en ejemplos tan lamentables como el siguiente: si se aumenta el costo del transporte público los twitteros no se inmutan, pero luchan para derogar la tenencia, digo, es que es tan lindo aquello de estrenar un coche último modelo.

Lipovetsky describía en El crepúsculo del deber la decadencia del compromiso social, en la actualidad, el comprometerse con una causa social es un acto que comúnmente se desprecia, se apela mejor a la comodidad de la caridad: el redondeo en los supermercados, el show business televisivo de las donaciones empresariales, el hit de la conciencia ecológica…

Aparentemente algo similar está ocurriendo en México, comprometernos con una causa social nos da una enorme hueva, mejor optamos por cederle al cajero del Oxxo cincuenta centavos, le donamos cien pesos al Teletón, dejamos unos cuantos furibundos mensajes en Twitter… de mientras, a nuestros verdaderos problemas sociales preferimos darles la espalda, un cruel ejemplo de ello: Héctor Aguilar Camín hizo recientemente eco de una desgarradora realidad: la trata de blancas, narró desde su columna en Milenio la historia del rescate de niñas de doce y catorce años que estaban siendo prostituidas en Coatzacoalcos, aparentemente, pocos han alzado la voz ante este acontecimiento.

A últimas fechas he escuchado voces que celebran la democracia twittereana, ven a Twitter como el ciber-templete en el cual se hace eco de la voz de la plebe. Nada más alejado de la realidad, los twitteros son un microcosmo de privilegiados, por sus ciento cuarenta caracteres no se transmite la (parafraseando a Borges) “befa de la plebe”, por el contrario, Twitter parece invitarnos seductoramente a ejercer el crepúsculo del deber desde la comodidad de una laptop.

9 de noviembre de 2009

...

Cuando uno va entrando en años, su casa va tomando el especto de un mausoleo. Todos sabemos de que forma vamos a morir, sólo debemos ser sensibles a las insinuaciones que acostumbra hacernos la vida.

Leído en: Lodo de Guillermo Fadanelli.

5 de noviembre de 2009

Un bife de chorizo


La semana pasada Guillermo Fadanelli publicó un muy provocativo texto en El Universal, el corpus del mismo puede resumirse con la transcripción del siguiente párrafo: “Joseph de Maistre […] escribió: ‘El hombre debe obrar como si lo pudiera todo y resignarse como si no pudiera nada’. Detrás de la rebelión está el fracaso y el hombre romántico se rebela, porque en su más profunda intuición sabe que ha perdido de antemano la batalla”.

Su instigador artículo no pudo haber llegado en mejor momento, los ánimos de la nación han estado caldeados, el último par de semanas la rebeldía se escuchó con frecuencia y a grandes decibeles en charlas, se difundió por Internet, se plasmó contundentemente en los periódicos, tuvo cabida en muy diversos medios de comunicación, pero a final de cuentas, el viaje del alarido fue breve y sus frutos nulos, el desenlace fue otra batalla perdida por parte de la rebeldía. ¿Tendrá razón Fadanelli?

La reciente aprobación del aumento a impuestos como el IVA, ISR y un largo etcétera, encolerizó a muchos, la ley de ingresos dictaminada por diputados, y aprobada después (con mucho teatro de por medio) por senadores, no fue bien recibida, acogió abucheos y rechiflas, nuestros legisladores se ganaron en la treta algunos de los siguientes adjetivos: “farsantes”, “imbéciles”, “ineptos”, “ignorantes”, “torpes”… pero tan peculiar dispendio de enjundia sirvió para muy poco, los nuevos impuestos pasaron prácticamente sin modificación alguna por la cámara alta.

¿Por qué fracasa el discurso rebelde? La respuesta parece ser en apariencia sencilla, podría argumentarse que el discurso disidente proviene de esferas muy alejadas del poder, ajenas al microcosmo en el cual se toman las decisiones en México; podría sostenerse también que el discurso rebelde no fracasa, o al menos, no lo hace en su totalidad, la rebeldía se sabe estéril de nacimiento, y su intención, por lo mismo, no es la de rendir frutos legislativos sino la de crear conciencia social.

La rebeldía probablemente naufrague debido a su masculino y vigoroso afán de confrontación, el insulto a los legisladores es aplaudido porque provoca alegría y desahoga, es un acto valiente, viril, hilarante y jocoso, una merecida afrenta contra tan impronunciables ciudadanos… pero la arenga verbal se estanca en la masturbación, en el monólogo del grito münchiano que no conduce hacia la construcción y el diálogo.

Extrañé que en la reciente trifulca, además de haber aprendido los múltiples e ingeniosos nombres con los cuales se re-bautizaron a nuestros legisladores, se distinguieran también heroicamente voces de economistas que nos hicieran comprensible al resto de los mortales nuestros problemas económicos como nación, no me conformo con que me digan que el gobierno derrocha dinero irracionalmente y que las empresas evaden impúdicamente impuestos. Que se explayen nuestros economistas, que nos eduquen, que nos indiquen dónde está derrochando inmoralmente dinero el gobierno, cómo evaden las empresas impuestos, y si se puede, que nos digan nombres.

El ánimo rebelde está ahí: en la madre de familia indignada, en el pobretariado inundado de deudas, en los jóvenes twitteros que conforman comunidades en el ciberespacio, en egresados sin chamba… nos hace falta encausar tanta enjundia, pasar del insulto a la propuesta.

Fadanelli sostiene en su artículo: “si uno nunca experimenta el deseo de rebelarse contra una injusticia o una opresión, entonces es que se ha convertido en santo y es la peana de un oratorio y no la sociedad su verdadera morada”. Quizás esa sea la esencia de la rebeldía, un acto tan inocuo, pero necesario, como el ordenar un bife de chorizo en un restaurante vegetariano.

4 de noviembre de 2009

La lección del día # 12 ... los primero pasos de la Internet

Probablemente usted sea un longebo en los quehaberes de la Internet, bosteza ante el messenger y el skype, recuerda con nostalgia aquella verdadera maravilla que era el ICQ, pero, siempre existe un antecedente, ¿Sabe usted cual fue el primer mensaje enviado de una computadora a otra?

No se preocupe, no tiene que indagar, gente como Edilberto Aldán se dedicó a ello y nos da la respuesta en un artículo publicado recientemente en Crisol Plural:
Hace 40 años, el 29 de Octubre de 1969, Leonard Kleinrock junto al estudiante de programación, Charley Kline, envió el primer mensaje de una computadora a otra. Eran las 10:30 de la mañana cuando el servidor SDS Sigma 7 de la UCLA logró conectarse con el servidor SRI SDS 940, en el centro de investigaciones de la Universidad de Stanford, del otro lado de la pantalla Douglas Engelbart (inventor del mouse y desarrollador del hipertexto) recibió las letras “l” y “o”, después se cayó el sistema. Una hora después, apareció en la pantalla “login”, la primera la palabra que intercambió un equipo con otro, ARPANET estaba funcionando. A partir de ese momento, el desarrollo de internet ha sido acelerado.
Para que no le digan, no le cuenten ... ni lo cuenteen.