12 de noviembre de 2009

Algo más sobre mí y mis estudios, presupuestos y la UAA

El pasado 20 de Octubre publiqué en este blog un texto sobre la apatía de los jóvenes, ese mismo día, gracias al blog llamado crimentales, pude acceder a un delicioso texto de Heriberto Yépez de similar tonalidad.

La semana pasada en La Jornada Aguascalientes se publicó una editorial que hacía eco de la ausencia de la solidaridad de la comunidad universitaria ante la embestida presupuestal que afectará el próximo año a la UAA. Se entiende que una de esas notorias ausencias es precisamente la de su alumnado.

La UAA tiene varias caras, sé de algunas de ellas pero en realidad solo conozco a fondo uno de esos variados rostros: el rol del estudiante, lo conozco a fondo pues estudié en ella no solamente los cinco años que dura mi carrera, sino que incluso, me extendí (no por gusto) uno más.

Me andaré sin rodeos: en mi experiencia de seis años como estudiante, siempre me dio la impresión de que la UAA ve en su alumnado una materia prescindible. Daré a continuación una serie de ejemplos (de burdos a serios) de ello:

Desde la farsa: el entonces decano José Alfredo Ortiz Garza acudío a nuestro salón (por primera y única ocasión) para invitarnos a una ceremonia en la cual se certificaría nuestra carrera (licenciatura en comunicación medios masivos), aquella cortesía fue en realidad una farsa, la licenciatura en comunicación medios masivos jamás se certificó, la acreditación la recibió la licenciatura en comunicación e información, el decano, obviamente, pretendió tomarnos el pelo. Desde aquel día dejé de creer en el decano (nunca creí en él en realidad) y en las certificaciones (¿alguien puede creerlo?, certificaron una carrera que únicamente existía en el papel, ningunos tiernos glúteos estudiantiles habían calentado siquiera los pupitres de la nonata carrera).

Pasando por el atropello: una catedrática con el grado de doctora y supuesta investigadora, de quien usted puede leer sus opiniones en La Jornada Aguascalientes (Rebeca Padilla), encargó un ensayo sobre el, en aquellos entonces, documental de moda: Bowling for Columbine de Michael Moore. Un servidor, que había visto dicho documental hasta el cansancio (y eso que desde el primer avistamiento me provocó una enorme fatiga tan vulgar documental), escribió un texto crítico, extenso y en-una-de-esas hasta mordaz sobre aquella película tan inflada como la masa corporal de su director. Me sorprendí (y no gratamente) cuando recibí mi calificación, la catedrática me acusó de haber plagiado el texto (sin decir nunca cual fue el texto original, casta víctima de mi instinto plagiario), y por consiguiente, mi calificación fue el número más redondo que existe sobre la faz de la tierra (sí, como Michael Moore … que ironía). Sabía de la existencia de unos supuestos derechos universitarios y acudí a ellos, no tanto porque me importara una calificación (el sistema numérico como reflejo del aprovechamiento siempre me ha parecido una vacilada) sino por orgullo, era mi texto y quería que se reconociera como mío. Mi derecho consistió en un hazmerreír: una revisión de examen en la cual no era la catedrática quien tenía que demostrar mi plagio, sino en la que yo debía demostrar que no lo era (y eso … ¿cómo chingados se hace?). En cierta medida, este atropello me orilló a cursar un año extra en la universidad … jamás volví a creer en los derechos universitarios.

Llegando a la banalidad: si usted acude con cierta frecuencia a la universidad, probablemente le habrá pasado lo que a mí en varias ocasiones: como se dice coloquialmente, a uno, pues, se le afloja el mastique, es natural, y para solucionarlo, pues, se acude a los sanitarios (los que están abiertos al público, los que utilizan los estudiantes) para desechar nuestros desechos (valga la redundancia), y uno descubre que, ¡zaz!, ¡no hay papel!, ¡y uno con el desecho a medio salir!, y entonces … acá le corto mejor para no caer en vulgaridades. Advertí que era un ejemplo banal, pero, pese a ello, no deja de ser ilustrativo, a pesar de haber pertenecido en mi rol de estudiante a la denominada románticamente como la “comunidad universitaria”, no era tratado como un igual, había castas: mientras la burguesía (catedráticos y demás) resguardaban bajo llave en sus fortalezas sanitaria el papel higiénico (divino tesoro); la plebe (estudiante y de menos) tendríamos que arreglárnosla como pudiéramos para limpiarnos el nalgatorio. Yo, por ejemplo, prefería cruzar la avenida universidad y adentrarme en el Sanborns donde el papel higiénico del señor Slim me recibía con los brazos abiertos para que pudiera defecar como todo un semidios. Jamás volví a creer en el romanticismo de la “comunidad universitaria”.

Sí, lo sé, estoy siendo marcadamente tendencioso, podría dar también ejemplo de los apoyos que reciben algunos estudiantes universitarios, y los estoy callando (aunque, por otro lado, podría continuar ad infinitum con los ejemplos de mis infortunios). Si estoy siendo tendencioso, como lo reconozco, es para remarcar el más preocupante de los defectos de la UAA: el menosprecio a sus estudiantes. Y lo hago porque, si lo seguimos pasando por alto (igualmente, no creo que mucha gente tome en cuenta mis personalísimas), caeremos en los niveles de la U de G, donde una reciente gresca entre cúpulas que se disputaban el control de la rectoría, dejó en claro que lo que menos le preocupa a las máximas autoridades universitarias, es su alumnado.

Hoy valdría la pena que los jóvenes estudiantes se quitaran ese estigma de apatía, y que, con los medios a su alcance (blogs, cartulinas, marchas, misivas a los medios, perifoneo, volanteo…) manifiesten la necesidad de otorgarle a la UAA el presupuesto que le corresponde; mañana, (gánese o piérdase la batalla por el presupuesto) valdrá la pena que las autoridades universitarias se alejen de pasarelas y politiquerías, y que centren su atención en su mayor tesoro: sus estudiantes.

Desde hace un par de semanas apareció este tema en la escena hidrocálida, yo prefería ver los toros desde la barrera, pero tras leer un extraordinario texto de Francisco Fernández Buey en El País, he decidido aportar este granito de arena a la discusión.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Saludos Tomás,
Rebeca Padilla