Las crónicas periodísticas describen aquel magno evento como algo portentoso, fiel reflejo de un partido político que ha aprendido a mantenerse vigente sin la necesidad de rejuvenecerse durante el trance en el cual se invistió de opositor, un partido que recurre sin chistar a la teatralidad ante la ausencia de una plataforma política. Se nos dice que el evento estuvo engalanado con la presencia de la plana mayor del partido (“quienes arribaron en helicóptero”), un cómico conocido como El Vítor, un arribista político rebautizado como Juanito y la pompa de un discurso vacío pero garante de aplausos; ahí donde no hubo ideas se hizo presente el altivismo tricolor encarnado en la voz de su nuevo líder, Humberto Moreira: “En 2012 el PRI va a ganar la Presidencia de la República”.
Dichas palabras no develan novedad alguna, el triunfo del PRI en las próximas elecciones federales parece estar cantado desde hace tiempo. Repasemos brevemente las declaraciones de sus líderes para constatar la confianza que hoy poseen. Peña Nieto declara que están ante una “inmejorable posición para regresar a Los Pinos”, Beatriz Paredes sentencia que “el PRI está hecho para gobernar” y Ernesto Zedillo con júbilo vaticina: “Vamos a ganar”. Los últimos comicios han rodado en torno a una trama: la alternancia en 2000, el probable triunfo de la izquierda en 2006 y en 2012 lo será, sin duda, el regreso del tricolor al poder.
Y es que, en los últimos años, la inercia de los triunfos del tricolor ha resultado tan aplastante, que la posibilidad de que salga avante en los comicios de 2012 se ha pronosticado hasta la saciedad, pero ha sido más bien parco el análisis que se ha derivado de dicho presagio. La inexorabilidad del destino, ¿para qué analizar lo que con resignación estamos asimilando?
¿Qué implicaciones tendría el regreso del PRI al poder?
Como joven, quizás con una añoranza desmedida, aprecio en el regreso del PRI a Los Pinos la sentencia condenatoria que dicta la derrota de mi generación, la generación del cambio que no lo fue, la que irrumpió en el 2000, de cara al nuevo milenio, con la promesa de un nuevo rostro, el cambio político como la pócima mágica que demandaba el país para caminar rumbo al progreso. Pero aquel joven rostro pronto terminó por agriarse y el añorado progreso es una planicie de la cual no se conoce aún el ascenso.
Por supuesto, las limitantes del cambio eran notorias, la carencia de ideas no era un aliciente pero se contaba con un ímpetu desbordante, aquel impulso hizo que se concretara el voto útil: triunfó el PAN en las urnas aunque el verdadero ganador aparentaba ser la ciudadanía. El festejo de aquel resultado era el más claro ejemplo de ello, la multitud tomó las calles para vitorear, aquella noche era variopinta, no se festejaba la victoria de un partido sino la derrota de otro… poco después, seríamos testigos de una frenética debacle. En pocos años el panismo transformó la ilusión en desilusión.
Achacarle la totalidad del fracaso de la alternancia a un partido político es, desde luego, un acto de cobardía. La ineptitud política abarca grandes extensiones, mas no la totalidad de la llanura en la cual se sembraron desmedidas expectativas. Los integrantes de la generación del cambio somos también partícipes del fracaso, con prontitud decayó nuestro ímpetu, integrantes de la era del vacío, limitamos nuestra participación al acto de sufragar, relegando la acción y las ideas –no existe, por ejemplo, una obra cinematográfica, literaria o musical que logre ser un esbozo de los reclamos de la época–. Quizás quienes mejor encarnan nuestro fracaso generacional son los jóvenes que integran la nueva generación votantes; según las encuestas, éstos ya no postran sus esperanzas en el futuro sino en el pasado, y están decididos a sufragar mayoritariamente por el PRI.
Así como en la novela El testigo, de Juan Villoro, el personaje de Julio Valdivieso volvía tras su prolongado exilio, animado por la reciente apertura democrática de México, sólo para reencontrarse con un país anclado en las hondas raíces de su pasado. Así despertaremos en 2012 de la embriaguez democrática para volvernos a postrar en los brazos del régimen priista. Algunos analistas, guiados aparentemente por la corrección política, pretenden vender la idea de que es viable una contienda cerrada allá donde sólo se ven vestigios de una holgada victoria electoral del PRI, su argumento: López Obrador gozaba de una amplia ventaja… y no ganó. Cierto, pero pasan por alto que el PRI no es el PRD, que el tricolor cuenta con una sólida estructura asentada en los robustos cimientos que le brindan sus diecinueve gobernadores, que en la Cámara de Diputados impondrán su mayoría y demostrarán su tiranía colocando en el IFE a consejeros electorales de su conveniencia y, claro está, su candidato será apoyado por las huestes de la mafia del poder, cualquier cosa que aquello signifique.
Dichas palabras no develan novedad alguna, el triunfo del PRI en las próximas elecciones federales parece estar cantado desde hace tiempo. Repasemos brevemente las declaraciones de sus líderes para constatar la confianza que hoy poseen. Peña Nieto declara que están ante una “inmejorable posición para regresar a Los Pinos”, Beatriz Paredes sentencia que “el PRI está hecho para gobernar” y Ernesto Zedillo con júbilo vaticina: “Vamos a ganar”. Los últimos comicios han rodado en torno a una trama: la alternancia en 2000, el probable triunfo de la izquierda en 2006 y en 2012 lo será, sin duda, el regreso del tricolor al poder.
Y es que, en los últimos años, la inercia de los triunfos del tricolor ha resultado tan aplastante, que la posibilidad de que salga avante en los comicios de 2012 se ha pronosticado hasta la saciedad, pero ha sido más bien parco el análisis que se ha derivado de dicho presagio. La inexorabilidad del destino, ¿para qué analizar lo que con resignación estamos asimilando?
¿Qué implicaciones tendría el regreso del PRI al poder?
Como joven, quizás con una añoranza desmedida, aprecio en el regreso del PRI a Los Pinos la sentencia condenatoria que dicta la derrota de mi generación, la generación del cambio que no lo fue, la que irrumpió en el 2000, de cara al nuevo milenio, con la promesa de un nuevo rostro, el cambio político como la pócima mágica que demandaba el país para caminar rumbo al progreso. Pero aquel joven rostro pronto terminó por agriarse y el añorado progreso es una planicie de la cual no se conoce aún el ascenso.
Por supuesto, las limitantes del cambio eran notorias, la carencia de ideas no era un aliciente pero se contaba con un ímpetu desbordante, aquel impulso hizo que se concretara el voto útil: triunfó el PAN en las urnas aunque el verdadero ganador aparentaba ser la ciudadanía. El festejo de aquel resultado era el más claro ejemplo de ello, la multitud tomó las calles para vitorear, aquella noche era variopinta, no se festejaba la victoria de un partido sino la derrota de otro… poco después, seríamos testigos de una frenética debacle. En pocos años el panismo transformó la ilusión en desilusión.
Achacarle la totalidad del fracaso de la alternancia a un partido político es, desde luego, un acto de cobardía. La ineptitud política abarca grandes extensiones, mas no la totalidad de la llanura en la cual se sembraron desmedidas expectativas. Los integrantes de la generación del cambio somos también partícipes del fracaso, con prontitud decayó nuestro ímpetu, integrantes de la era del vacío, limitamos nuestra participación al acto de sufragar, relegando la acción y las ideas –no existe, por ejemplo, una obra cinematográfica, literaria o musical que logre ser un esbozo de los reclamos de la época–. Quizás quienes mejor encarnan nuestro fracaso generacional son los jóvenes que integran la nueva generación votantes; según las encuestas, éstos ya no postran sus esperanzas en el futuro sino en el pasado, y están decididos a sufragar mayoritariamente por el PRI.
Así como en la novela El testigo, de Juan Villoro, el personaje de Julio Valdivieso volvía tras su prolongado exilio, animado por la reciente apertura democrática de México, sólo para reencontrarse con un país anclado en las hondas raíces de su pasado. Así despertaremos en 2012 de la embriaguez democrática para volvernos a postrar en los brazos del régimen priista. Algunos analistas, guiados aparentemente por la corrección política, pretenden vender la idea de que es viable una contienda cerrada allá donde sólo se ven vestigios de una holgada victoria electoral del PRI, su argumento: López Obrador gozaba de una amplia ventaja… y no ganó. Cierto, pero pasan por alto que el PRI no es el PRD, que el tricolor cuenta con una sólida estructura asentada en los robustos cimientos que le brindan sus diecinueve gobernadores, que en la Cámara de Diputados impondrán su mayoría y demostrarán su tiranía colocando en el IFE a consejeros electorales de su conveniencia y, claro está, su candidato será apoyado por las huestes de la mafia del poder, cualquier cosa que aquello signifique.
1 comentario:
Por qué ya no escribes?
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