5 de mayo de 2008

Deshumanización


Hace 35 años, Arturo Ripstein dirigía y escribía (en coautoría con José Emilio Pacheco), una de sus películas más afamadas, acaparadora de múltiples loas y ganadora del Ariel en un insólito triple empate –compartido con Mecánica nacional y Reed, México insurgente-: El castillo de la pureza.

El argumento es, debido a su fuerte impacto, el principal atractivo de la cinta: Un padre de familia, obsesionado con la pureza moral, y convencido de que el mal se encuentra apenas se abre la puerta de su casa y se mira al exterior, encierra a su familia en una casona antigua, para erradicarlos del pecado que se prostituye gratuitamente en las calles de la in-civilización. La obsesión del padre se manifiesta en los nombres que le ha puesto a sus tres hijos: Porvenir, utopía y voluntad. Por increíble que parezca, la historia se basa en un hecho real.

Siempre me ha parecido fallida la película de Ripstein pues éste decide alejarse del elemento claustrofóbico como guía narrativa y dramática, para caer en el juego relativamente efectista y simplista del tremendismo, mostrándonos un padre de familia salvaje, golpeador y extremamente autoritario. Siempre me ha parecido que, de encontrarme en alguna ocasión en una situación similar, los golpes serían francamente lo que menos resentiría en un contexto contaminado por el aislamiento y la incomunicación.

Al darse a conocer la trágica noticia sobre el encierro de Elisabeth Fritzl, las imágenes de la película de Ripstein fueron una especie de flashback que de inmediato acudieron a mi mente. La pasión sufrida por Elisabeth a lo largo de tortuosos 24 años es un acontecimiento que debe de ponernos a meditar sobre los límites de la impudicia del ser humano y de la sociedad.

En un ensayo publicado recientemente (La calamidad moral del holocausto, nexos No. 363), Ernesto Garzón Valdés retomaba el tema del holocausto y evocaba como la principal derrota de aquella tragedia es el derrumbe de la calidad moral del ser humano. El genocidio, recuerda con tristeza, es un hecho histórico, una calamidad que, como sociedad, nos hace perder nuestra fe en nuestra condición de seres racionales.

¿Qué acontece en la conciencia de un ser humano para enclaustrar a su propia hija durante 24 años? ¿Qué ocurre en una sociedad en la que puede desaparecer una persona sin nadie parezca preocuparse por su paradero?, ¿Qué está ocurriendo en el seno familiar como para que los miembros de ésta no se den cuenta de lo que ocurre en su propio hogar?

La historia de Elisabeth Fritzl saltó a la fama porque salió a la luz, ¿Y si nunca lo hubiese hecho?. Sin duda, se trata de un hecho excepcional, pero eso no es justificación alguna, fue algo que ocurrió en nuestra sociedad, en nuestra época, y que, borrando sus marcadas particularidades, el abuso, el secuestro y la trata de personas, es algo que se da sin que, aparentemente, nos percatemos de ello.

Josef Fritzl, quien ahora es apodado como el “monstruo de Amstetten”, apodo que contiene dejos de excepcionalismo y localismo, es a fin de cuentas un ser humano, una persona que destruyó la vida de otra persona (de su propia hija), que la violó en reiteradas ocasiones, que “procreó” con ella a seis inocentes criaturas, que sin cargo de conciencia vacacionaba en Tailandia mientras su hija y sus hijos-nietos estaban recluidos en un espacio de 60 metros cuadrados.

¿Qué juicio deberíamos hacer de él?, ¿Y de Elisabeth Fritzl?, ¿Y de sus hijos concebidos de modo incestuoso?, ¿Qué futuro tendrán?, ¿Podrá la primera rehacer su vida?, ¿Los segundos podrán iniciar una nueva sin traumatismos psicológicos?

Y la sociedad, ajena a todos estos males, consume la noticia desde la comodidad de su frivolidad, los fotógrafos buscan a como de lugar obtener una foto de los hijos incestuosos para saciar el morbo de sus consumidores ávidos por conocer de la viva imagen de la tragedia, lo que nos importa no son las personas involucradas en esta peculiar historia, ni el futuro que les deparará, sino el espectáculo desplegado en su entorno, y el tipo de justicia que se aplicara... que corra la sangre en el show de la deshumanización.

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