12 de agosto de 2008

De la impotencia al irraciocinio


Leía la semana pasada, con cierta aflicción, el artículo que semanalmente escribe Sara Sefchovich para El Universal, titulado en aquella ocasión como: La pena de muerte. En él decía: "Los que están en contra de la pena capital sostienen argumentos diversos, de corte religioso (la sociedad no tiene derecho a quitar la vida de un ser humano), ético (la justicia no se logra con la venganza), sicológico (la violencia genera más violencia), jurídico (las legislaciones modernas se sustentan en la reeducación y no en el castigo), o por considerar que es una barbarie y nosotros ya vivimos en un mundo civilizado ... En la situación de México hoy, hay casos que del estómago me brota una indignación enorme y pienso que la pena de muerte es apenas justa, como cuando un sujeto mutila, lastima, viola o le quita la vida a un niño, joven o viejo, trabajador, empresario o profesionista, hombre o mujer. El asesinato de Fernando Martí, de 14 años de edad, como otros anteriores, no me lleva a pensar en las cuestiones para estar en contra, sino a preguntarme con qué derecho alguien que hizo eso, sin considerar lo ético y lo justo, lo digno y lo humano, lo correcto y lo civilizado, puede ahora exigir que tengan hacia él esas consideraciones.".

La postura adoptada por la escritora no es excepcional, por el contrario, se ha ido generalizando día con día, va ganando múltiples adeptos y ya se ha puesto sobre la virtual mesa de debate nacional a raíz del asesinato de Fernando Martí. La indignación nos ha puesto coléricos, exigimos medidas drásticas, ¡que comiencen a rodar las cabezas de los delincuentes en la plaza pública!.

Sin embargo, noto que esa impresión de indignación es un esmalte que recubre otro sentimiento: El de la impotencia. Nos sentimos indefensos ante la inseguridad que priva en el país, parece no haber resquicios que alberguen esperanzas, no encontramos respuestas a nuestras peticiones, por el contrario, nuestros problemas se multiplican y se acrecientan, la desesperación nos tiene completamente sometidos.

La impotencia nos está haciendo perder el piso, no solo están las víctimas físicas de la inseguridad, existen también múltiples víctimas psicológicas, el miedo y la sospecha se apoderan de nuestros pensamientos. Desconfiamos, cualquier extraño se convierte al instante en un inminente sospechoso, en cualquier sitio se puede perpetrar un nuevo atraco.

El agobio nos vuelve irracionales, no exigimos soluciones prácticas, demandamos remedios prestos que logren desahogarnos, no queremos justicia, clamamos por venganza, quien atenta contra una vida no merece misericordia alguna, hay que dar muerte al que ha matado, no hay cabida para reparar las disfunciones, debe de eliminárseles.

Las voces se multiplican: Ya opina allá algún diputado a favor de la pena de muerte, acá una ama de casa exige que se castigue capitalmente a los culpables, en diversos foros de discusión aparecen diariamente nuevos partidarios de la pena de muerte: Solidaridad con las víctimas, rigor con los victimarios.

El caso de Sara Sefchovich, escritora que se caracteriza por sus claras reflexiones, es un ejemplo muy ilustrativo de las deplorables condiciones en las que se encuentra nuestro estado de ánimo: Una eterna opositora de la pena capital quien, desgarrada hasta las entrañas por los altos índices de violencia que se viven en el país, da la espalda a sus idearios, exige nulas consideraciones para quien no las tuvo en su momento, conoce las deficiencias y las debilidades de la pena capital de muerte pero se desentiende de ellas, las vísceras pueden más que los sesos, la impotencia le nubla su comprobada capacidad de raciocinio.

Avasallados porque no encontramos las respuestas que logren disminuir los altos índices de criminalidad, buscamos eficiencia apelando a decisiones drásticas, no importa su escasa funcionalidad, importa el impacto, a fin de cuentas, lo que necesitamos es una porra mediática y sanguinaria que levanten el estado de ánimo de la nación.

La violencia solo genera más violencia, estoy convencido de ello. La cinematografía oriental, especialmente la japonesa, ha explorado y ensayado sobre la violencia como pocas manifestaciones artísticas en los últimos años, una película, Ichi The Killer, es el ejemplo perfecto: Ichi es un personaje que hastiado por la violencia, emplea ésta para combatir el crimen, su guerra no tiene final y terminará convirtiéndose en el personaje más violento del film. Si el estado y la sociedad se deciden a combatir la delincuencia con condenas violentas, pronto nos veremos reflejados en el rostro de aquello contra lo que luchamos.

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