21 de agosto de 2008

Una crónica de la impotencia


El jueves pasado conducía de noche rumbo a la casa de uno de mis mejores amigos, el panorama era indistinto al del resto de los múltiples agostos que he vivido en Aguascalientes: Una lluvia incesante que, hasta eso, ya-no-se-estanca tanto en el maltrecho asfalto citadino y el fervor por la romería que se manifiesta en moles sobre ruedas embellecidas con múltiples globos albicelestes e innumerables claxonazos que impiden la posibilidad de conciliar el sueño en multitud de hogares.

Arribé con cierta anticipación, algo inusual en mí, el carromato de mi camarada no se encontraba aparcado en la cochera por lo que decidí esperarlo en el garaje, ciertamente, no era del todo temprano por lo que no quise tocar el timbre temiendo despertar infructuosamente a sus padres. Decidí hablarle por celular para preguntarle en cuanto tiempo arribaría y tener con ello la sapiencia de cuan tortuosa sería mi espera, pero el murmullo de nuestra conversación, que yo creía moderado en cuento a volumen, hizo que su padre me abriera inesperadamente la puerta de su casa.

Pasé, nos saludamos cordialmente pero de inmediato noté que con una angustia inusual el papá de mi amigo me preguntaba: “¿Cómo me encontraba?”, como es costumbre en mí, le dije que bien, quizás no me encontraba del todo bien pero nunca me ha gustado afligir al prójimo con mis insignificantes conflictos personales, poco después me cuestionaba: “¿Cómo me iba con la inseguridad?”, -dicha pregunta se está volviendo ya obligatoria entre nosotros-, le dije que en lo personal no me había ocurrido nada pero resalté, intentando mostrarme interesado, que en días pasados se había descubierto un supuesto laboratorio de narcóticos muy cerca de mi casa.

El papá de mi amigo, algo estremecido, me decía que era realmente preocupante lo que estaba ocurriendo en la ciudad, con el rostro un tanto descompuesto, pose extremadamente desalineada y voz sumamente compungida me platicó dos desagradables anécdotas que le tocó vivir en carne propia:

La primera: Le robaron su bicicleta, la cual acostumbraba dejar a las afueras de su hogar, que el fraccionamiento en el cual habita sea cerrado y cuente con un vigilante a la entrada de éste no sirvió de nada, el custodio, obviamente incapacitado, fue fácilmente burlado por el ladrón, obviamente capacitado, bastó con que el ampón le dijera que la bici le había sido prestada para que lo dejara irse literalmente sobre ruedas.

La segunda: Un viernes por la tarde acudió a su casa para saciar su apetito vespertino, estaba solo, su esposa trabajaba, mi amigo hacía lo propio y su otro hijo se había ido de campamento con unos cuates, la placentera merienda fue de súbito interrumpida por una misteriosa llamada telefónica que a continuación transcribo falazmente: “Bueno”, “bueno, se encuentra el señor Fulano De Tal”, “sí, él habla”, “usted vive en ... y trabaja en ...”, “así es”, “mire, yo soy el comandante perengano, ¡soy miembro de ‘Los Zetas’! y le hablamos porque le vamos a pedir una obligatoria y dadivosa cooperación monetaria para la causa”, “pero yo no tengo dinero”, “usted Fulano De Tal, ¡no se haga pendejo ni quiera hacernos pendejos a nosotros!, ¡sabemos todo de usted!, no le conviene ponerse difícil con nosotros”, “pero usted no me comprende, yo no tengo de donde sacar dinero para dárselos a ustedes”, “mire, vamos a hablarle dentro de quince minutos y esperemos, por su bien, que haya cambiado de opinión”.

El papá de mi amigo salió de su casa pues dentro de ésta se sintió sumamente inseguro, le pidió ayuda a uno de sus vecinos para poder localizar telefónicamente a su familia temiendo que su teléfono estuviese intervenido, paranoia ilustrativa de nuestros tiempos paranoicos, ubicó a su esposa y a mi amigo, al otro de sus hijos le fue imposible localizarlo, su preocupación aumentó, pensó en lo peor, quizás lo habían secuestrado. Su vecino, más calmado, intentó serenarlo, muy probablemente no pudo localizar a su hijo porque su celular se encontraba fuera del área de servicio, después de todo, éste se encontraba de campamento, por lo que le sugirió que le hablara a alguna de las familias cuyos hijos acompañaron al suyo al campamento para preguntarles por éste, pero sin alterarlos, eso hizo y pudo comprobar que habían partido después de que recibió la misteriosa llamada... por fin, un poco de calma cobijaba en su médula ósea.

Más tarde fue a ver a su esposa, después acudió a levantar una denuncia, le dijeron que muy probablemente se trataba de una extorsión telefónica, bastante comunes y bastante impunes, lo confirmó en posteriores conversaciones con amigos suyos en las cuales pudo percatarse de no haber sido el primero que experimenta este tipo de extorsiones, me preguntaba porque nadie se explaya al respecto, porque nadie manifestaba sus vivencias personales y su impotencia... yo aquí narro su impotencia por medio de esta pequeña crónica.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Considering the fact that it could be more accurate in giving informations.

Unknown dijo...

Pues te comento que yo acabo de sufrir la misma llamada del supuesto comandante, la impotencia que se siente, y el terror de solo imaginar que dañen a tu familia.
Finalmente colgue la llamada.
Y listo

tomasinjaja dijo...

mviscencio: bien por usted. En ocasiones para combatir a la delincuencia solo se dede de colgar el teléfono y contar nuestra amarga experiencia a nuestros seres queridos.

Slds!