20 de febrero de 2010

Para defender al Pato Donald


La cruzada moralizante ha dictado su sentencia: son los medios de comunicación, en especial, el televisor, los principales culpables de la decadencia en la cual se encuentran sumidas las sociedades contemporáneas.

De manipuladores de cerebros a instrumentos para consolidar el colonialismo, actualmente se culpa con saña a los medios de comunicación de gran parte de los males que actualmente nos aquejan: si entre nuestro infantes priva la obesidad, alguno sugiere que se debe a que en los medios se anuncian sin restricciones engordantes e irresistibles golosinas; si las sociedades se han vuelto sanguinarias, un psicólogo afirma que ello se debe a que crecimos bajo una violenta doctrina cinematográfica dictada por Vin Diesel; si la sociedad se ha tornado acrítica y pasiva, un radical afirma que ello se debe a que la televisión nos mantiene idiotizados (a todos, menos a él, por supuesto) con noticias tan intrascendentes como el reciente caso de Salvador Cabañas… no realicé investigación alguna, sencillamente fui tropezando con estos análisis en el transcurso de la semana.

El televisor es el blanco predilecto de los señalamientos esgrimidos por la cruzada moralizante, lo es debido a que la humanidad parece haberse rendido por completo ante su innegable atractivo. Los Simpsons han sintetizado mejor que nadie este fenómeno, capítulo tras capítulo, los integrantes de la casa amarilla terminan sus actividades académicas, domésticas y laborales para matar el tiempo libre de un único modo: frente al televisor.

Por paradójico que resulte, ahí donde se cimienta el sólido poder de los medios, ahí se originan también sus agrietamientos. Las audiencias son masivas, se produce por ende un inevitablemente diálogo entre ellas que conduce en ocasiones a la crítica. El problema no es que la cruzada moralista sobreestime el poder de los medios de comunicación, pues el poder de éstos es incuestionable, el problema es que se desestima por completo la capacidad crítica de las audiencias, capacidad que se inicia desde algo tan simple como la selección de los programas televisivos. Por ejemplo: en días recientes se transmitió el Super Bowl simultáneamente por diversas cadenas de televisión, el ejercicio de selección es un sutil ejercicio crítico, la audiencia seleccionó según sus propios criterios, entre las diversas opciones optó por la que creyó más conveniente, señal inequívoca de que no solo privan los contenidos, también influyen las formas, el público es indudablemente heterogéneo.

En los hogares se ejerce la crítica televisiva, los argumentos hogareños podrán ser calificados de amateurs, débiles y frágiles, son opiniones que no se sustentan en teorías sociológicas, apelan únicamente al gusto personal, pero inclusive en esa trivial degustación se encuentra un atisbo de espíritu crítico. Solo la cruzada moralista, tan empeñada en su lucha contra los medios de comunicación, termina socavando a las audiencias al nivel de un rebaño siguiendo dócilmente a su pastor.

Es innegable como algunos medios de comunicación se extralimitan obscenamente, han amasado fortunas y amansado conciencias (políticas, sobretodo) gracias al atractivo y al poder que se deriva de la comunicación de masas, utilizan sin ética alguna un espacio que no les pertenece (se les concesiona), y claro, se transmite en ellos una multitud de programas más vacíos que nuestras carteras. Pero de este mal actuar, no es culpable el medio, sino quienes lo utilizan para lograr un fin.

El paralelismo entre quienes actualmente abanderan la cruzada moralista en contra de los medios de comunicación, y el planteamiento que Ariel Dorfman y Armand Mattelart hicieran en su clásico Para leer al Pato Donald es evidente. Ambos cruzaron la frontera de la crítica para introducirse de lleno en una improductiva satanización de los medios.

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