25 de agosto de 2009

La dulce vida


El sábado pasado (en realidad, el antepasado) apareció publicado en Babelia un texto de Javier Marías titulado El género abandonado. En él, el escritor español no descubre nada nuevo, hace hincapié en el muy conocido desprecio de la crítica cinematográfica con respecto al género de la comedia -baste con echarle un vistazo a los muy populares tops o listados para así confirmarlo-. La genialidad del texto de Javier Marías radica sin duda alguna en su título, hace eco del abandono, las risas yacen actualmente en el olvido, ceden con facilidad ante el impacto de las lágrimas y el sufrimiento.

Días después, me topé con un sólido artículo de Jesús Silva-Herzog Márquez titulado Pesimismo de ojos abiertos, una especie de manifiesto en el cual el analista político reconoce su pesimismo, pero acompaña su confesión de la mano de sólidos argumentos para ser pesimistas en esta época, en este país.

Mi recorrido no termina ahí. La semana pasada vi La dulce vida, interesante película dirigida por Mike Leigh que retrata la extrañeza que provoca la alegría en el mundo contemporáneo. En un mundo avasallado por amargados, el alegre es considerado un auténtico freak.

La hipótesis es en apariencia sólida, el mundo –centrémonos mejor en el microcosmos mexicano- está severamente contagiado por las crisis, los problemas y las tragedias, tan contagiado que no parecen existir resquicios por los cuales se cuele la alegría. Nos merma la delincuencia, nos merma la economía, nos merma la enfermedad…

Sin embargo, en las encuestas que mundialmente se elaboran sobre la felicidad, los mexicanos solemos salir siempre bien rankeados. No es un dato que muera en el sesgo estadístico, es un dato que se deja sentir en los bares, en las calles, en los centro comerciales, en las escuelas… con frecuencia guardamos la amargura en el closet y vestimos los harapos de la alegría, así lo manifiesta el taxista que no para de deleitarse viendo glúteos femeninos, el adolescente que cuenta infinidad de veces aquel desgastado pero siempre efectivo chiste, la señorita que lee y relee esa invaluable carta amorosa, el niño que anota un gol en el recreo…

Solemos ser una sociedad carente de crítica, pero somos, en contraparte, expertos en el empleo de la burla, no fustigamos aquello que nos aqueja, pero invariablemente nos mofamos de ello. Volteen la vista a los políticos mexicanos, ninguno de ellos se libra del maleficio del apodo: cuatemochas, fecal, peje y otros apodos más underground. Los moneros mexicanos son nuestro estandarte de la mofa, el rasgo físico del personaje a parodiar prevalece sobre el tema a tratar –no ocurre los mismo en otras latitudes-.

El mexicano, el héroe agachado de Roger Bartra, se mantiene cabizbajo porque sabe que en este país alzar la vista y la voz sirven de poco y nada, toneladas de impunidad han logrado domesticar nuestra conciencia crítica. No es que el mexicano sea un ignorante, no es que desconozca su precaria realidad, es que ha aprendido a vivir con ello, nuestro convivio diario con la amargura nos ha hecho inmune a ella, es por ello somos capaces de sonreír en la adversidad.

Juan Villoro inicia un artículo publicado recientemente en Reforma con las siguientes palabras: “Estamos tan acostumbrados a los sinsabores que ya se nos olvidó la manera de estar contentos”. Estoy en desacuerdo con dicha idea, su propio texto parece ir en sentido inverso. Haciendo uso de la metáfora, para Villoro la cruda realidad es la cancha de fútbol y el jolgorio de la irrealidad está en el graderío, en una abundan las deficiencias y los problemas, en la otra, alegrías y porras. Concientes de nuestra amarga realidad, hemos decidido trasladar el juego y la vida a otra cancha, a una en la que podemos estar contentos.

En La dulce vida hay una escena emblemática: Poppy, la protagonista, deja su bicicleta a las afueras de una librería, entra, y sale poco tiempo después para descubrir que su medio de transporte ha sido hurtado. Poppy no se amarga, se toma las cosas a la ligera y solamente lamente el no haberse podido despedir de su bicicleta. Así somos los mexicanos, dejamos atrás a De Sica, El ladrón de bicicletas y el neorrealismo, estamos instalados en el surrealismo, algo que Breton descubrió hace años.

En otra película, en el extraordinario documental titulado Los herederos, se aprecian las manos de niños que trabajan en el campo, manos agrietadas, asoleadas, ensangrentadas… pero el dolor, la dura vida que se refleja en esas manos, no se aprecia en sus rostros, sus ojos todavía esbozan alegría, el placer de disfrutar (como se pueda) la dulce vida.

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