6 de octubre de 2009

En los años del botox


Hagamos un breve ejercicio, apelemos a la memoria: ¿Qué podemos recordar de las pasadas campañas electorales? La propuesta inenarrable: pena de muerte a los secuestradores, sí; el ingenuo y romántico slogan: siga valiente señor presidente, también; el amasiato incomprensible: Jesús Ortega y Marianita, of course. No obstante, lo más recordado debe de ser la imagen impecablemente plástica de los candidatos: en tiempos de crisis, sonreían despreocupadamente de oreja a oreja; las empresas recortaban personal, la gente recortaba sus gastos, y ellos, ellos renovaban sin empacho su clóset para mostrarse atractivos ante las cámaras; era el momento idóneo para la autocrítica y la reflexión, para el surgimiento de ideas y propuestas, pero la única preocupación de nuestros candidatos era ocultar sus defectos físicos por obra y gracia del photoshop.

La cima de esa elevada montaña de plasticidad la encontramos sin embargo después de las elecciones, la encarna un personaje que, en apariencia, no es plástico, pero que acumula una multitud de paradojas tan vasta, que lo hacen más falso que unos labios rellenos con colágeno: su partido ya no es más su partido, su triunfo nunca fue en realidad su triunfo, su supuesta enfermedad no es ninguna enfermedad, incluso, su nombre no es su nombre… sí, me estoy refiriendo a Juanito.

Rafael Acosta representa nuestra fascinación por el plástico. Si unas tetas de silicón provocan múltiples erecciones, si los plásticos glúteos de Latin Lover arrancan una enorme cantidad de suspiros femeninos, si la tarjeta de crédito afianza las relaciones amorosas con altas pretensiones económicas… Juanito llegó para develar nuestra fascinación por la política de plástico.

Desde su concepción, en un templete en Iztapalapa, su creador le advertía, aparentemente con suma sabiduría: “no te la vayas a creer”. Craso error, López Obrador no advirtió que en estos aciagos tiempos de la falsedad, uno es capaz de dejarse seducir por cualquier cirugía plástica. Como aquel personaje de una película de Almodóvar que, siendo virgen, quería convertirse en el mejor follador del mundo; Juanito voló alto, jamás tocó el piso, perdió de vista la realidad, se creyó su triunfo, el acaparar unas cuantas notas y los flashes de las cámaras fotográficas pronto lo cegaron. Se creyó también el político poderoso que nunca fue.

Si la embriaguez de Juanito es ejemplo de plasticidad, la fascinación de los seguidores de su historia lo es también. La fugaz historia de Rafael Acosta fue estruendosa, mediática, dejó a pocos indiferente ante ella, el ceniciento de la política ganó adeptos, algunos se mofaban de su ingenuidad y de su porte, pero pocos criticaron lo que Juanito representa: una clase política que no conoce los límites de su falsedad.

La mayor falsedad de esta historia no es sin embargo superficial, es profunda: el líder surgido del pueblo. Christopher Hitchens advertía en sus Cartas a un joven disidente: “Muchos rebeldes y disidentes […] actúan y hablan en nombre de las personas sin voz y no representadas. Por ‘elitista’ que sea esto […] queda no obstante santificado por la referencia que se hace del ‘pueblo’”.

Su advertencia no ha sido escuchada en este país en el que el nombre del pueblo es constantemente profanado por políticos que dicen representarlo: El recientemente electo diputado federal que dice aspirar ahora a la gubernatura porque el pueblo así se lo demanda, el servidor público con conciencia social que anuncia con bombo y platillo que donará parte de su sueldo a la plebe sumamente hambreada, el Juanito que no desperdiciaba oportunidad alguna para legitimar su causa porque se dice surgido del pueblo…

Cómico: en un país en el que nos sabemos subrepresentados, todos los políticos dicen representarnos. En los años del auge del botox, nadie más falso que ellos, los políticos que dicen encarnar y representar los designios del pueblo. Lástima que nuestros políticos carecen del atractivo que ostentan los quirúrgicos senos de Carmen Electra.

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