16 de diciembre de 2009

¿Y tu nieve?


Recuerdo aquella jornada muy vagamente. Aquel histórico día acudimos mi familia y yo a visitar a la Virgen de Guadalupe en su día, el frío era cruel con los feligreses, exhalábamos vapor mientras nuestras narices y pómulos se congelaban al estar en contacto con aquel aire tan gélido.

Era de noche, para evitar lidiar una dispar batalla contra las inclemencias del clima urdimos un plan familiar: nos turnaríamos, mi padre y mi hermana irían al templo mientras mi madre y yo les esperábamos (y nos resguardábamos) en el coche, cuando ellos regresaran, cambiaríamos los papeles.

Así lo hicimos, en nuestros andares paralelos ambas parejas realizamos una parada estratégica: nos detuvimos con un vendedor ambulante que ofertaba bufandas, gorros y guantes, creo que aquel anónimo comerciante jamás realizó tantas ventas en su vida como aquella noche glacial, la virgen le hizo el milagro, pues no fuimos pocos quienes pretendimos combatir el clima con un par de harapos.

Culminada la visita, decidimos retornar a casa. En el trayecto únicamente nos detuvimos para repostar combustible, no sabiendo que ahí ocurriría una premonición a la que desgraciadamente no le prestamos la atención requerida: un anónimo despachador, perfectamente arropado, nos hizo un curioso comentario: nos dijo que el agua con la cual limpiaba los parabrisas de los coches se había congelado, incluso, llegó a enseñarnos la cubeta con el líquido escarchado como prueba fehaciente de sus palabras … y de la tormenta que se avecinaba. Su comentario provocó estupor y sorpresa entre nosotros, pero no pasó de ahí, pues la mayor prueba del cruento frío que hacía aquella noche, la sentíamos en carne propia penetrándonos hasta el tuétano.

Llegamos finalmente a casa, el boom de la televisión por cable aún no arribaba a nuestro hogar, por lo que, al ser el teletón la única oferta viable por televisión aquella noche, opté mejor por recostarme en la cama.

Minutos después recibiríamos en casa una llamada telefónica a deshoras, contestó mi padre, quien inmediatamente después llamó a la puerta. Era mi tío, quien desde Tijuana, nos avisaba que estaba nevando en Aguascalientes.

Incrédulos y jubilosos, salimos a recorrer las calles de la ciudad y ser testigos de la nevada … en coche –nunca comprenderé porque no salimos caminando-. Recorrimos sigilosamente algunas avenidas, el paisaje nevado era bellísimo. Tiempo después regresamos a casa y estuvimos un breve rato en la cochera, entonces mi padre hizo con la nieve un minúsculo mono de nieve sobre el cofre de la camioneta, tras ello, nos fuimos a dormir porque teníamos que trabajar al día siguiente.

Salimos de viaje de madrugada, en la familia pasábamos por premuras económicas y trabajábamos los fines de semana en otra ciudad, teníamos allá un negocio y habíamos de atenderlo, dejamos (resignados) a nuestras espaldas la estampa de una ciudad insólitamente nevada, postal que difícilmente vamos a poder volver a ver en vida. Durante el trayecto, me imaginé a aquel despachador de la gasolinera, feliz por poder tener entre sus manos, ya no agua congelada, sino nieve. Me arrepiento de no haber tocado la nieve con mis manos, de no poder andar y derrapar en bicicleta por las calles congeladas, de no haberme tomado una foto en tan insólito paisaje… recuerdo muy vagamente lo ocurrido hace ya doce años. Las noticias provenientes de Copenhague no son alentadoras, si en los tiempos del calentamiento global le pidiera a la madre naturaleza una nueva nevada, ésta seguramente me replicaría: “¿Y tu nieve, de qué la quieres tomasin?”.

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