28 de enero de 2010

Posicionamiento y popularidad


En publicidad el posicionamiento es fundamental, una marca compite y perdura haciéndose un nicho en el mercado, existen carros que se distinguen por su deportividad, ofreciendo centenares de caballos de fuerza de diversión, y otros descuellan por su confort y elegancia; hay bebidas que pretenden identificarse con el mercado juvenil y otras apelan a la exclusividad de la marca. Lo importante al final del bombardeo publicitario es lograr posicionarse en el conciente colectivo.

Sin embargo, que el posicionamiento sea no solo indispensable, sino aparentemente el único argumento capaz de sostener las ambiciones políticas, nos ilustra la obsesión política de obtener el poder por el poder. En las precampañas observamos, no a políticos que compiten con proyectos, sino a políticos que compiten exclusivamente presumiendo la egocéntrica y huérfana estola de su popularidad, sus partidos encima avalan esto y realizan encuestas para corroborar la popularidad de sus precandidatos. No hay proyecto político que valga, única y exclusivamente se remiten a la popularidad.

Tiene cierta lógica dicho argumento, debido a que en la democracia triunfan las mayorías, la jornada electoral se ha convertido en una especie de superfluo concurso de belleza. Pero si todo se remite a ello, a un simple concurso de popularidades en el que la oferta política no va más allá del reconocimiento de un rostro, nuestra democracia está resultando bastante cara pese a su banalidad, si no se discuten proyectos ni siquiera superficialmente, ¿para qué invertir tantos recursos públicos en concurso de belleza que podría ser auspiciado por el mismísimo Donald Trump?

El problema no termina ahí. Ricardo Alemán publicaba la semana pasada en El Universal un breve resumen sobre quienes podrían encabezar las Mel-Brooks-frankesteinianas alianzas entre el PAN y el PRD, no se trata de recatados panistas ni de inquebrantables luchadores sociales perredistas, sino de: ¡expriístas!. Más allá de la deformación ideológica, lo que se está exhibiendo es un franco extravío de identidad y un desprecio ideológico.

Podría argumentarse que aquello no es tan preocupante, el siglo pasado se defendieron con pasión (y algo más) las ideologías, pero ese fervor no contribuyó a la construcción de un mundo mejor; se podría argumentar también que la popularidad podrá ser todo banal, criticable y superficial, pero es la esencia de la democracia, el triunfo de las mayorías.

Pero esclavizarnos al popularómetro es perjudicial, algunas de las derrotas a la cuales nos tiene condenados son: el culto a la persona y la derrota del pluralismo. Una de nuestras mayores fragilidades democráticas es que en las urnas votamos por personas y no por proyectos, éstos a su vez, resultan en su gran mayoría una caricatura porque, al ser juzgados por el rigor del popularómetro, no se permiten en lujo de la incorrección política, mucho menos la radicalidad o la inclusión abierta del discurso de las minorías, si el triunfo lo otorgan las mayorías se opta entonces por lo convencional.

Somos testigos del resurgido fervor cinematográfico por la tercera dimensión, y tenemos la otra cara de la moneda, el posicionamiento y la popularidad condenan al planteamiento político a permanecer en la bostezante planicie de la primera dimensión. Esclavos del todo poderoso popularómetro, los políticos no construirán proyectos, lo importante para ellos no es el buen gobernar sino el ganar, valiéndose de medios tales como: la frase bonachona, la jeta increíblemente reluciente tras el peeling, la sonrisa perpetua y la ayuda de algún brillante mercadólogo … como en los concurso de belleza de Donald Trump.

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