7 de julio de 2008

Principio y fin


El principio del fin de la familia Botero. La inesperada muerte del padre irrumpe como un sismo que corroe los cimientos de la familia, cuatro hermanos y su madre, quienes tendrán que volver a edificar el hogar que ha quedado en ruinas.

Principio y fin, del prolífico Arturo Ripstein, retrata un drama urbano convencional, el deceso. La conclusión convencional sería decir que estamos en presencia de un drama cinematográfico convencional, tres horas en las que se nos muestra a una familia de clase media-baja, a la que se le niega cualquier esperanza de estabilidad, ya no digamos de superación, estamos ante la viva crónica de una de las tantas víctimas de la política-económica neoliberal. Algunos críticos duros, que ven en el convencionalismo al gran enemigo, como José María Caparrós, no dudan en calificar a la película de ser “demasiado singular”, “próxima al serial televisivo”, de contener “fáciles toques freudianos”, y, ¡para Ripley!, “hasta escenas pornográficas” (¿?).

Creo que la cinta es ni-la-una-ni-la-otra, no es una denuncia más, de esas tan comunes en un cine mexicano conformista, cuyas únicas metas son las denuncias sociales light, dizque de izquierdas, ni tampoco es un dramón lacrimógeno, infestado de un tremendismo abyecto, digno de resguardarse en las postrimerías del Hallmark Channel.

En algún momento del metraje, Gabriel Botero dice a su madre: “de mi hermana, la fea; de Nicolás, el bueno; de Guama, el malo”. Creo que de eso trata la película, es un retrato de la idiosincrasia mexicana, que va más allá de el-bueno-el-malo-y-el-feo.

Nos encontramos a una madre que, debatiéndose entre la desesperación por la premura económica y el amor que siente por sus hijos, se verá nublada de la vista, y apostará por una única salida que ella cree conveniente, se aferrará a ella pese a que no sea la resolución más benéfica, y de este modo, ejercerá, sin quererlo, un matriarcado bajo el que esclavizará a sus propios hijos; el Guama, el hermano mayor, un personaje francamente entrañable que, al verse imposibilitado para suplir la ausencia del padre (tiene debilidad por el alcohol), huye de su casa, cargando un por ello un perpetuo sentimiento de culpa que tratará de disipar ayudando económicamente a sus hermanos, cuando éstos se lo piden, sin importar a costa de que logre conseguir ese dinero; Mireya, una joven a quien su madre presiona para que se haga de un novio, que sacrifica su vida social para dedicarse a la costura y costear así los gastos de la familia, que, ingenua, se entregará al primer hombre que muestre cierto interés por ella, y que, viéndose engañada, tratará de cubrir con satisfacción sexual la falta de cariño; Nicolás, el noble hermano que no sabe decir “no”, que sacrificará sus estudios, su pasión por la escritura, y hasta el amor de una dama, para seguir costeando los estudios de su hermano; y Gabriel, el personaje sobre el que giran el resto de los miembros de la familia, y la película en sí, guapo, estudioso, con múltiples aspiraciones, y si bien, resulta el personaje más acartonado, con algunos diálogos excesivamente grandilocuentes, es también el más interesante, manipula a su madre para erigirse como la salvación de la familia, estudiará en una escuela privada, a costa del sacrificio de los demás, lo que lo hará conocer otro mundo, y al ver las delicias de la burguesía, empezará a sentir desprecio por su entorno, sin prever la enorme carga que le deparará el ser la única esperanza de la familia.

El drama se desarrollará, los personajes irán cayendo presas de sus propios defectos, y la familia Botero no podrá jamás recuperarse de la pérdida padre. Una manufactura espléndida, una impecable dirección de arte, una fotografía sobria... todo esto culminará en un espléndido y delicioso plano-secuencia final.

Una obra redonda, en la que Ripstein esboza muchos de los defectos de una sociedad, que poca resistencia le opone a su destino... “en la vida hay turnos, los turnos son para tomarse”.

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