22 de septiembre de 2009

Confesiones de un precoz no-lector


Mis primeras lecturas fueron unos amarillentos libros de bolsillo, editados si mal no recuerdo por Bruguera, breves resúmenes de las novelas de Julio Verne, Mark Twain y compañía. Fallido intento de mis padres por acercarme a la literatura: las páginas de la izquierda contenían monótonas letras, las de la derecha atractivas ilustraciones con viñetas. Siempre preferí las segundas.

Mi fracasado oficio de lector continuó con algunas revistas: Arena, Cine Premiere y Viva Basket, entre otras. Revistas en las que destacaba la imagen gráfica sobre el texto: la imagen del ensangrentado luchador perdiendo su cabellera en la revista Arena; las estrellitas con las cuales se calificaba la calidad de la película, más el afiche de una muy sensual Sharon Stone, en la Cine Premiere; el póster de Shawn Kemp retacando la pelota en la Viva Basket.

Más adelante, busqué respuestas a mi nula capacidad como lector en revistas supuestamente más maduras, más literarias. Fue así como me encontré con la Selecciones, solamente para dar paso a otro fracaso. Únicamente leía un par de páginas de cada ejemplar, un par de secciones: La risa remedio infalible y Gajes del oficio.

Sentí entonces una enorme curiosidad por aquel periódico que mi padre leía (y sigue leyendo) devotamente día con día. En aquel cúmulo de letras, además de la mágica sensación de entintarme los dedos, encontré dos atractivas secciones: los cartones de Naranjo, y el reto personal que implica siempre el resolver un crucigrama. Los domingos la alegría aumentaba, pues aparecían en él un puñado de tiras cómicas, recuerdo con singular alegría dos de ellas: Henry y Educando a papá.

Como puede apreciarse, la lectura seguía quedando relegada. Llegó el turno de que la escuela me aleccionara, de que el rigor del aula hiciese de mí un lector hecho y derecho. La encomienda era leer el Poema del Mio Cid. Confieso que leí el libro, pero confieso también que no volví a releerlo jamás, no despertó en mí una pasión por la lectura. De los libros de texto la SEP, lo único que recuerdo son sus curiosas y faraónicas ilustraciones.

No me dí por vencido. Caminando en una ocasión por la explanada de la Expo Plaza junto a mi madre, observé un bazar de libros, ahí pude ver el libro más famoso, del autor más afamado de las letras mexicanas: El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Mi madre me lo compró, yo lo leí, y yo me aburrí. En mi defensa, he de decir que he vuelto a ese ensayo en un par de ocasiones con resultados más satisfactorios, pero mi despegue como lector, nunca ocurrió.

Entré a la universidad, y encontré allí mi primer aliciente, un genial libro llamado El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata. Los libros del autor, por desgracia, son difíciles de encontrar, y el impulso inicial que generaron en mí las aventuras de Adonis García no alcanzaría para hacer de mí un lector amateur siquiera.

Mientras en otras latitudes se debate acaloradamente sobre el “demoniaco” monopolio literario que intenta instaurar Google Books, y la textura acrílica del Kindle; en México nos seguimos preguntando cómo crear lectores. Espero que en la feria del libro, próxima a celebrarse en Aguascalientes, los paseantes logren hacerse de ese libro, de esa primera experiencia tan necesaria, que logre transformarlos en lectores asiduos de por vida… yo, lo seguiré intentando.

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