23 de abril de 2009

Divagaciones # 10 … la urbe del anonimato

En el más reciente viaje que realicé al jocoso defecoso, aumentó mi sensación –por lo demás, siempre latente- de saberme miserable e insignificante en el seno de una ciudad cuya extensión parece no tener fin, ni siquiera en el Guía Roji.

Sin embargo, pude percatarme con alivio, de que esta alma en pena no era la única que se encontraba en tan desdichada situación. No era mi condición de extranjero lo que me hacía miserable sino mi condición de human being. Es que en el jocoso defecoso resulta hartamente vulgar eso de ser human being, con eso de que hay tantos.

La característica más notoria de lo que aquí estoy disertando ha de ser la ausencia del murmullo, el jocoso defecoso está plagado de sonidos, pero el murmullo, no es uno de ellos. La conversación entre los defeños está reservada, en exclusiva, para con los conocidos, por ello, no resulta gratuito el que una gran cantidad de peatones caminen luciendo audífonos en sus oídos, sabedores de que en su trayecto no lidiaran con conversación alguna, prefieren andar al compás que les dicte la música.

El contraste con lo que viví el sábado pasado, fue notorio. El sábado pasado acompañé a un amigo a la misa con la que se conmemoró el primer aniversario luctuoso del fallecimiento de su padre. La Iglesia Católica y yo hace tiempo que nos divorciamos, pero no por ello voy a negar que el obispo que ofició la misa nos ganó a todos –obispo no de Aguascalientes, sino de algún lugar de Oaxaca, de donde es oriundo mi amigo-. Desde el comienzo de la liturgia, dándose su tiempo para poder saludarnos a todos los concurrentes estrechándonos la mano, hasta finalizada ésta, vivimos los ahí presentes un rato por demás agradable, no sentimos tomados en cuenta –ni estoy exagerando, ni estoy siendo cursi, así lo comenté con mis conocidos y todos ellos concordaron-.

Recuerdo muy bien el último día de mi breve estancia en el jocoso defecoso. Viajando en metro quedé prensado por una puerta, lidié por aproximadamente diez segundos con tan incómoda situación, durante ese tiempo nadie pareció percatarse de mi apuro, ni esperanzas de que alguien me tendiera la mano como me la tendió aquel obispo inolvidable. Después de liberarme, ocupé en silencio mi lugar en el vagón … aquel día me sentí más anónimo que nunca.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Atorarse en las puertas del metro es cosa del diablo... sino pregúntele al obispo bonachón, un día que vaya a Oaxaca ;)

PD. Después de leerte, no puedo dejar de pensar que el ambiente en el DF huele a popó... a popó anónima :S

tomasinjaja dijo...

Atorarse en las puertas del metro provoca moretones :(

slds!