13 de abril de 2009

Sobre Saramago, un banquero melancólico y una carcajada

No me ha gustado lo poco que he leído de Sar-amargo. El equipaje del viajero me resultó insípido, tuve en mis manos El evangelio según Jesucristo y pude leer alrededor de 20 páginas, las cuales, no me atraparon lo suficiente como para seguir con la lectura del libro; pero fue Ensayo sobre la ceguera el libro que me alejó en definitiva de este autor, es a la fecha uno de los dos únicos libros que llevan más de dos años en mi librero con el separador en el medio.

En la revista Letras Libres aparece un ensayo de Geney Beltrán que captura a la perfección el hastío que me provocó este libro cuando decidí abandonar su lectura, algo que ocurrió alrededor de la página 200:
Una epidemia de ceguera se expande entre los habitantes de una ciudad. Pero ¿es esa la historia verdadera del libro?

Sus personajes –lo descubrimos pronto– no existen ni importan por sí mismos sino en tanto títeres a los que una voluntad superior sujeta a un destino inusitado. Carecen de un devenir previo que haya dado lugar a la gestación de una realidad interna que esté siendo puesta a prueba por la calamidad que, mágicamente, ha incorporado sus vidas a un plano incomprensible. A diferencia de lo que pasa con los personajes de Coetzee, el mal que sufren nunca los lleva a confrontar parcelas no discernidas de su existencia. Ejemplifico aquí con el diálogo edificante entre una joven y un hombre que han tenido un enfrentamiento:

La muchacha de los lentes [...] se acercó lentamente, contando las camas. Inclinó la frente, extendió la mano [...] y después, habiendo alcanzado, sin saber cómo, la mano del herido, que ardía, dijo, pesarosa, Le pido perdón, la culpa fue toda mía, no era necesario hacer lo que hice, Olvídelo, dijo el hombre, son cosas que pasan en la vida, yo también hice lo que no debía haber hecho.

Sus reacciones son elementales, sin gradaciones ni multiplicidad, sin viso introspectivo ni caracterización particularizada: con facilidad antidramática pasan del tropiezo a la contrición, como si “toda la gente” pudiera mostrar idénticos temperamentos. Lo suyo es, y no creo exagerar, sorprenderse por lo inusual de su ceguera. Esto nos llevaría a una primera afirmación: en los peores libros de Saramago –y Ensayo sobre la ceguera descuella en ese grupo– no hay personajes. Porque tampoco hay novela.
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En la revista nexos aparece una interesante confesión de una banquero melancólico:
Norman Montagu (1871-1950), gobernador del Banco de Inglaterra entre 1920 y 1944, y alguna vez el más poderoso banquero central del mundo, llegó en sus últimos años a esta melancólica conclusión sobre su trabajo y el de su amigo Benjamin Strong, del New York Bank Federal Reserve: "Al ver hacia atrás me parece que, con todo el pensamiento y el trabajo y las buenas intenciones…, nada de lo que hice, y muy poco de lo que hizo Ben, produjo internacionalmente ningún efecto bueno —o ningún efecto, de hecho, salvo el que recogimos dinero de un montón de pobres diablos y lo entregamos a los cuatro vientos".
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También en nexos aparece un simpático y a la vez dramático texto de Enrique Serna, lo mejor, este párrafo que me provocó una sonara carcajada:
En todas las cantinas del país hay tertulias en donde los bebedores confiesan sin embozo que están esperando la oportunidad de ocupar un cargo público para enriquecerse. Incluso la gente con una rígida moral familiar aprueba el saqueo del presupuesto y lo considera una habilidad envidiable, no un abuso canallesco.
No me digan que no conocen a alguien así.

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